Era un silencio natal. El de los primeros días, el de la luz primigenia y el dolor del hambre. El silencio de una habitación en la que mi pequeña hija gemía con el aire que desde apenas dos semanas comenzaba a respirar. Había apresurado su nacimiento y, por eso, no estaba lista para el mundo; por eso, por poco se convierte en pasajera fugaz de esta aventura. Tras dos semanas en el hospital, al fin, estaba en casa con nosotros. Como si acabara, ahora sí, de nacer.
En esa habitación mi esposa descansaba tras el parto, sus pechos listos para darle alimento a mi hija y yo, mera compañía, torpe y casi excesiva, no quería dejarlas. Acunaba a mi otro hijo y acompañaba con la mirada a la recién nacida como si la llevase yo mismo entre los brazos.
Algo más había nacido en esos días. Cursaba el quinto año de Comunicación Social y la materia que ocupaba mi interés se llamaba Crítica Artística y Literaria: más que nada, un curso de historia y apreciación de la música, a cargo del profesor Ravanelli.
A una de sus clases llegó un día este profesor, abrió la compuerta del equipo musical, colocó el disco y dejó salir la música. Lo que sonó fue la Gnossienne Nº1 de Erik Satie, que oí por primera vez en un ámbito no sé si del todo propicio, pero suficiente para engendrar en mí un enamoramiento por esa música, que sonaba como si quisiera callar, como si deseara volver al sonido primigenio, el del útero. Luego de la clase, al comentarle mi experiencia a un compañero de trabajo, me dijo: "tengo un caset con una grabación de Satie... mañana la traigo".
En efecto, al día siguiente pude oír la grabación y al posterior, mi hija nació de improviso y nos arrastró por horas de temor, hasta que su salud se restableció y pudo respirar por sus propios medios, luego de que maduraran sus pulmones inocentes, aún impropios para la atmósfera terrestre. Recién cuando pudimos llevarla a casa, me atreví a reencontrarme con esa música que seguía resonando en mí.
El sonido de la grabación magnética era deplorable, pero en medio de ese sonido rasposo, las piezas de Satie me parecieron más bellas aun que la primera vez. Pronto descubrí la razón: el intérprete completaba con sus manos el poder de la partitura. Sin embargo, el caset no consignaba el nombre del pianista. Mientras sonaba en la habitación, como si acompañase el aliento de mi hija, poco podía imaginar que ese iba a ser el primer capítulo de un enigma que tardaría mucho tiempo en desentrañar: ¿quién era el pianista del caset?
La búsqueda y compra de discos comenzó de inmediato y se extendió por los días, meses y décadas siguientes. Gracias a ello descubrí versiones magníficas, muy distintas entre sí. Ninguna era la perfecta. Me llené de mucha música y hasta acuné el sueño de aprender a tocar en el piano las Gnossiennes. Iba a pasar mucho tiempo hasta lograrlo y cuando lo conseguí, el pianista seguía sin tener nombre.
Pero un día llegó Spotify a mi teléfono. Ingresé a esa "discoteca de Babel" y, por supuesto, tecleé en el buscador: "Erik Satie". El resultado arrojó numerosos discos. Fui uno a uno recorriéndolos, esperando encontrar el sonido de aquel caset derruido. Y entonces apareció. La portada consistía en un retrato de Satie, "las dos abstractas fechas" (al decir de Borges) de su nacimiento y su muerte, y dos palabras convertidas en una: Pianoworks. La tapa no mencionaba el nombre del intérprete, pero, al oír las versiones, mi pianista desconocido se reveló, dos décadas después de que el enigma se instalara en mí.
El pianista era el portugués João Paulo Santos. La emoción me embarga aún al poder consignar su nombre. Él grabó para el modesto sello Digital Concerto un disco en 1991, del que seguramente mi amigo sacó su grabación en ese caset que pasó a mis manos con el cerrojo de un misterio.
No sé a cuántos hoy pueda interesar esta historia, pero la escribo como un homenaje múltiple: al genio de Satie, al magnífico pianista que mejor lo ha interpretado, a los buenos docentes y a la pasión por la música. Una pasión que no se deja vencer por los enigmas. Una pasión que deja marcas difíciles de borrar, nutricias y forjadoras: como esa luz que cae sobre el rostro de un recién nacido, como el aire que se respira por vez primera, como el alimento que una madre vuelca sobre su boca para decirle que están vivos, y siempre unidos.