El cruce de la monumental geografía andina supuso una experiencia inédita para los enrolados de manera voluntaria o coactiva en las filas del ejército. Para quienes participaron de esa empresa impregnada de arrojo y coraje, la remonta cordillerana habría de moldear sus vidas para siempre. Algunos quedaron sepultados bajo el rigor del clima o del látigo; hubo otros que esquivaron los riesgos por medio de la deserción.
En cambio, para la mayoría de los que sobrevivieron, aquel peregrinaje habría de afianzar los sentimientos de pertenencia con la comunidad política que los había forjado como oficiales y soldados de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Ni el mismo San Martín pudo escapar a la inquietante vivencia patriótica abierta con el avance sobre la cordillera cuando, según un oficial que lo acompañaba, encendió un cigarrillo en la penumbra de la noche y ordenó que la banda de música integrada por negros y morenos ejecutara las notas del Himno nacional…
El plan de operaciones ideado por San Martín había previsto ajustar cada detalle para mantener intactas las fuerzas y recursos pacientemente construidos desde 1815. Librar esa batalla había requerido conocer palmo a palmo los accidentes del relieve a atravesar, y comprometer a la causa de la independencia a las poblaciones rurales dispersas al pie de la cordillera occidental.
Esa combinación de contextos y adhesiones patrióticas arbitradas eficazmente por una nutrida red de espías dedicados a confundir al enemigo, de las negociaciones entabladas con los indios pehuenches para utilizar los pasos cordilleranos del sur, y del accionar de las guerrillas chilenas, habrían de contribuir decididamente a la marcha de la maquinaria guerrera integrada por más de 4.000 hombres de combate, 1.200 milicianos encargados de sostener el traslado de armamento, alimentos y auxilios para soportar las acechanzas de la intemperie, y la pléyade de arrieros y operarios destinados a indicar aguadas, huellas y senderos.
El último ataque al enemigo
El avance del ejército patriota de ningún modo había pasado desapercibido para Marcó del Pont, quien había dispuesto concentrar la fuerza militar en la zona central de la extensa frontera, a sabiendas de que el “astuto jefe de Mendoza” encabezaba la marcha de la máquina guerrera que luego de haber superado los ataques de Potrerillos y Picheuta, había cosechado los éxitos de Guardia Vieja, Achupallas y Las Coimas permitiéndoles ocupar las villas de San Felipe y Santa Rosa de los Andes. Tampoco desconocía la importancia de tales avances, en especial porque la pérdida de ambas localidades limitaba el habitual suministro de recursos, y hacía patente la fragilidad de la estrategia de resistencia frente a sus rivales abriéndoles las puertas a Santiago.
Marcó del Pont intuyó la adversa coyuntura por lo que no sólo armó sus maletas con destino a Valparaíso, sino que dispuso el embarque de las tropas ante una eventual evacuación de la capital. El 8 de febrero escribió al gobernador de Valparaíso, José Villegas, los pormenores que anticipaban su derrota: “Los enemigos por todas partes asoman en grupos considerables (...) llamándonos la atención para apoderarse a un tiempo mismo del reino todo, o para dividir nuestras pocas fuerzas (...); si me reduzco a la capital, puedo ser aislado, y perdida la comunicación con las provincias y ese puerto, me quedo sin retirada y expuesto a malograr mi fuerza, que pudiera desde luego contrarrestar la de los invasores, si los pueblos estuvieran a nuestro favor; pero levantado el reino contra nosotros, y obrando de acuerdo con el enemigo, toda combinación es aventurada, y todo resultado incierto”.
A esa altura las fuerzas realistas al mando del oficial de origen peninsular Rafael Marotto se vieron obligadas a replegarse en la cuesta de Chacabuco. Ante los límites que les imponía la geografía para los movimientos militares, San Martín alteró el plan de ataque y ordenó anticipar el enfrentamiento. Esa calculada sincronía de movimientos y destrezas militares se puso a prueba en la madrugada del 12 de febrero de 1817. En ese escenario, y luego de un combate de ningún modo exento de dificultades que se extendió hasta el mediodía y que tuvo como actores protagónicos a O’Higgins y a Soler, quien aparentemente esquivó asistirlo, las armas de la Patria se alzaron con la victoria despejando el camino hacia Santiago.
Al día siguiente, exultante, escribió a Tomás Guido: “Ocho días de campaña han deshecho absolutamente el poder colosal de estos hombres: nada existe, sino su memora odiosa y su vergüenza”.
Las noticias y celebraciones de la victoria
Fiel al estilo que venía cultivando desde la batalla de San Lorenzo que había disipado las sospechas sobre su compromiso con la revolución, San Martín ordenó dar parte del triunfo al gobierno de Buenos Aires.
Dos días después, la bandera española rescatada del campo de batalla que acreditaba la derrota realista era exhibida en Mendoza al son del repique de campanas, fuego de cañones y cohetes voladores. Semanas más tarde, la noticia ocupaba la primera página del número extraordinario de la Gaceta del 27 de febrero, en el cual se rendía un justo homenaje “a la benemérita provincia de Cuyo y a los héroes ilustres de los Andes”. Ese reconocimiento público resultaba correlativo a los elogiosos oficios dirigidos a los pueblos cuyanos por quien había sido su gobernador intendente. Esa asociación íntima entre Cuyo y el éxito militar, habría de impregnar también la correspondencia que envió al fidelísimo Luzuriaga. En sus palabras: “Glóriese el admirable Cuyo de ver conseguido el objeto de sus sacrificios. Todo Chile es nuestro”.
En sentido estricto se trataba de un diagnóstico demasiado optimista. Chacabuco había puesto sólo fin al dominio español en las provincias de Coquimbo y Aconcagua, en tanto las regiones del sur, con base en Concepción, permanecían bajo control realista. La situación en Santiago no era menos crítica: la salida de Marcó del Pont (quien fuera perseguido y apresado por uno de los Aldao), había disparado el saqueo y el pillaje entre el “bajo pueblo”, y la victoria patriota, si bien había dado lugar a celebraciones, saraos y banquetes entre las familias principales, las rivalidades entre o’higginistas y carrerinos habrían de florecer con vigor como resultado de la injerencia del gobierno y del ejército de las Provincias Unidas en la vida política de los chilenos.
Entretanto, la elección de las autoridades en Santiago siguió los procedimientos de rigor: el ayuntamiento de la capital convocó a un selecto grupo de vecinos, quienes ofrecieron a San Martín el mando político que el militar triunfante declinó en beneficio de Bernardo O’Higgins, tal como había acordado con Pueyrredón días previos a su partida de Mendoza. Si bien ese rechazo se ajustaba a las instrucciones dadas por el Director Supremo de no comprometerse en ninguna función pública, los intereses de San Martín estaban depositados casi de manera exclusiva en proseguir con el plan de avanzar sobre Lima por creer que su conquista demolería el yugo colonial. A su juicio, ese objetivo exigía crear una flota naval con capacidad suficiente para desembarcar en la costa peruana, y reconstruir desde sus bases la fuerza militar bajo su mando a través de la reunión del Ejército de los Andes y los cuerpos armados chilenos en una nueva formación militar: el Ejército Unido.
Como antes, la puesta en marcha de semejante empresa requería de apoyos políticos sostenidos que permitieran financiar la campaña a través de recursos económicos extraordinarios. Ese ambicioso objetivo estructuró los pasos siguientes. De tal modo, mientras San Martín y sus amigos de la logia aspiraron hacer de esa asociación secreta el núcleo del poder santiaguino, también reanudó su correspondencia con el comodoro inglés Bowles con la intención de obtener fuerzas de guerra británicas que contribuyeran a ejecutar sus planes sobre Lima. Pero ninguna de esas gestiones podía suplantar el vínculo que unía al Ejército de los Andes con el gobierno de Buenos Aires: de allí debían provenir los caudales que permitieran mantener la cadena de obediencia y de mandos que había permitido triunfar en Chacabuco. Esa urgencia lo condujo a recorrer el camino que lo devolvía a Buenos Aires.
En Mendoza tuvo una estancia fugaz y colmada de celebraciones. Al momento de arribar a la ciudad que había abandonado para encabezar la epopeya andina, conoció el brillo de la gloria al presenciar fiestas y bailes que lo erigían en prototipo heroico casi exclusivo de la lucha por la independencia en la América del Sud.
Silueta biográfica
Tomás Guido, el ministro confidente del general San Martín.
Origen. Nació en Buenos Aires, el 1 de noviembre de 1788; era hijo de un español-peninsular que no tuvo fortuna comercial en el Río de la Plata.
Vida política. Al igual que muchos otros criollos, se enroló en las milicias porteñas que expulsaron a los ingleses en 1806 y 1807; esa experiencia lo volcó a la vida política en la capital virreinal ante la crisis imperial que desembocó en la Revolución de Mayo. Próximo al círculo íntimo de la Junta Patriótica, acompañó a Mariano Moreno en la misión diplomática a Inglaterra, donde se afilió a la Logia de Caballeros Racionales.
Gesta sanmartiniana. No hay evidencia de que haya conocido a San Martín en esa instancia, aunque regresó a Buenos Aires también en 1812 para integrarse como funcionario estable de los gobiernos de la Revolución en cuestiones de guerra y política conduciéndole al frente altoperuano, donde renovó sus contactos con San Martín cuando ejercía la jefatura del Ejército del Norte, vínculo que se robusteció en la estadía que ambos compartieron en la hacienda de Saldán, en las sierras cordobesas. En 1816, confeccionó la gravitante Memoria que dio el último impulso oficial a la expedición militar a Chile, y el correlato marítimo que debía llegar al Perú. Después de Chacabuco, viajó a Santiago y asumió el cargo de Secretario de Guerra y Marina, y representante del gobierno de Buenos Aires.
Familia. En Chile, conoció a la joven Pilar Spano, de cuya unión nacieron cuatro hijos, entre ellos, el poeta Carlos Guido y Spano, quien, ya muerto Tomás, tendría un rol primordial en la reivindicación de la vida pública de su padre frente a la controvertida imagen construida por el joven romántico Vicente Fidel López.
En Lima. En 1820 integró la expedición militar al Perú y tuvo un papel protagónico en las negociaciones de Miraflores con los jefes realistas. Ante la reanudación de hostilidades participó del sitio del Callao que abrió las puertas al ingreso del ejército en Lima y a la declaración de la independencia el 28 de julio de 1821. Acompañó fielmente al Protector del Perú en varias negociaciones con los comisionados de Bolívar hasta su renuncia en 1822, luego de la entrevista que mantuvo San Martín con el Libertador del Norte en Guayaquil, y permaneció en Lima lamentando su retirada.
El retorno a su país. Regresó a Buenos Aires en 1826 para enrolarse en la guerra contra el Brasil, e intervino en las negociaciones que pusieron fin a las hostilidades y derivaron en la independencia del Uruguay. Sus destrezas diplomáticas y su amplísima red de relaciones lo convirtieron en funcionario de Rosas, y después de 1852 del presidente Urquiza.
Fin. Falleció en la misma ciudad en la que había nacido en 1866. Al conmemorarse el centenario de su fallecimiento, sus restos fueron trasladados del cementerio de la Recoleta al Altar de la Patria, el mausoleo especialmente construido en la catedral de Buenos Aires para guardar las cenizas de San Martín, luego de ser repatriadas de Francia en 1880, y en el que también descansaban los restos de Juan Gregorio Las Heras desde 1906 (quien había fallecido en Chile).
Homenaje
Escuela. La 1-411 se encuentra en el paraje Los Nogales de Real del Padre, San Rafael.
Espacios. Algunas calles del país, como en el distrito El Plumerillo de Las Heras.
Bibliografía
- Hugo Galmarini, "Tomás Guido. Cuando sentado a la sombra de mis años...". Buenos Aires. Librería Histórica Emilio Perrot, 2006.
- Guerrero Lira, Cristián, 1817. De Mendoza a Chacabuco. Santiago de Chile, Corporación, Conservación y Difusión del Patrimonio Histórico Militar-Universidad Bernardo O'Higgins, 2016