Destello del flash del celular sobre el torso desnudo de Frankie (Harris Dickinson). Está delante del espejo, mirándose, intentando construir sobre él y su cuerpo de músculos esculpidos una narrativa. La cara es lo de menos, la tapa con una visera, porque lo que importa es su cuerpo, "ese" cuerpo: torneado pero inconcluso, de deseos contradictorios.
Así arranca "Beach rats", la segunda película de Eliza Hittman, una realizadora neoyorquina de 39 años que se alza, con tan solo dos películas, con nombre de peso en el universo cinematográfico internacional. Sacudió con su ópera prima "It felt like love" de 2013 (algo así como "Se sentía como amor") al Festival de Locarno y con "Beach rats" se llevó el premio del Sundance.
Ahora Netflix puso a disposición de sus usuarios latinoamericanos esta última película y, con ella, nos entrega la posibilidad de conocer a una realizadora extraordinaria.
Apreciar juntas a sus dos películas "It felt..." y "Beach rats" nos permite entender que esta mujer ya tiene su propia firma fílmica. Y está construida con primeros planos y planos detalles, como resaltadores precisos e ineludibles de los pensamientos filosóficos, sociales, políticos y culturales que ella quiere compartir con el espectador.
Pero hay más. Hittman es una orgullosa heredera de los precursores del cine independiente estadounidense, en especial de John Cassavetes: la potencia atmosférica, los contrastes fotográficos y lumínicos, las texturas y el sonido ambiente son en su cine tan importantes como lo fueron en el de Cassavetes. Es una mujer formada en las teorías, la historia y el lenguaje cinematográfico. Pero, además, es una mujer; y la mirada del género está allí presente sin que sea necesario ningún tipo de militancia en este sentido.
No obstante, lejos de una copia o inspiración a sus maestros, ella construye su propia poética. Y lo hace como una suerte de épica contemporánea en la que los adolescentes -los millennials, para nuestro mundo de hoy- son el cuerpo social del futuro. Un cuerpo confundido, vaciado por la tecnología y el consumo, en perpetuo goce hipnótico y autorreferencial; pura carne, pura pulsión porque en la racionalidad está la angustia. No obstante, el sufrimiento es inevitable.
La ópera prima de Hittman, "I felt like love" posa su mirada en una adolescente que aún no ha probado el sexo. Está por entrar en ese mundo se enfrenta con los secretos, las vergüenzas, el entorno familiar, el social y las angustias. Sus tardes de verano en la playa son divagues desesperantes por el tránsito en la nada, a la vez ocio y reconocimiento.
El deseo no basta
Ya en este filme, el primero, está concentrado lo que en "Beach rats" se potencia de manera esplendorosa. Una especie de manifiesto en torno a la vida contemporánea de las sociedades del primer mundo, esa angustia del vacío que se llena de pulsión.
Y si Cassavetes enfocó su cámara hacia las generaciones beat y sus desesperados intentos por cambiar el paradigma puritano occidental (como lo hizo magistralmente en “Una mujer bajo influencia”), la de Hittman hace zoom en lo que esos resultados dejaron como tierra arrasada por la tecnología y las relaciones rotas. El nihilismo, el sujeto individual, la ausencia de utopía.
En "Beach rats" el conflicto no lo tiene una nena a punto de ser mujer, sino un joven que está en tránsito de definirse en la sexualidad y la vida.
Frankie, también durante el verano en Brooklyn, anda con sus tres amigos como perdido de un lado para el otro, con un único horizonte al que llegar: un porro, una fiesta alucinante, un fármaco que lo deje tendido en la playa inerme.
Pero algunas noches se enfrenta a un deseo que lo aterra, que lo angustia, y busca en internet la forma oculta de saciarlo.
Nuevamente la familia que se desmorona, o está ausente, o está fuera de campo. Nuevamente él y su cuerpo son los protagonistas absolutos de un “algo” que no sabe qué es. Nuevamente el miedo, la incertidumbre, la incomunicación. Y nuevamente, como en “It felt like love” una forma hermosa, pregnante, sensible y atrapante de mostrárnoslo.
Este Frankie de Eliza bien podría ser también el personaje de Eli, en la extraordinaria reconstrucción que hizo Gus van Sant sobre la matanza de Columbine con "Elephant". Pero en esta película no elige esa violencia colectiva sino una más íntima e infame forma de autoagresión.
Ninguna de las dos películas de Eliza tienen respuestas. Ni sus personajes, ni su autora. Son como porciones de realidad puestas a consideración de los que vemos para que completemos todo, con nuestras propias experiencias.
Las dos valen el tránsito porque hablan de nosotros, a pesar de que de este lado del mundo global nos haya tocado la parte de la pobreza estructural y el dólar desbocado. Así de profundamente humanas son. ¿Cómo no verlas? ¿Cómo no celebrarlas?