El ventoso y desapacible domingo 10 de noviembre, día de elecciones, apareció en los medios una pequeña noticia que estoy segura de que pasó inadvertida, en primer lugar minimizada por el guirigay político, pero también porque este tipo de sucesos siempre son marginales, casi clandestinos. Son pequeñas tragedias sepultadas en las profundidades de lo doméstico. El hogar como infierno.
El crimen sucedió una semana antes en Foz (Lugo), pero fue el día 10 cuando se publicaron los datos de lo ocurrido. Un chico de 17 años asesinó a cuchilladas a su madre, Minaene, de 36; metió su cuerpo en una maleta que guardó en un armario y luego se pasó la noche viendo televisión. Minaene, residente en España pero de origen brasileño, se desvivía por su único hijo. En cuanto consiguió estabilidad económica se lo trajo aquí, y soñaba con darle una carrera. Pero el chico empezó a ponerse violento con ella. Minaene lloró ante las amigas, mostró unos cardenales: “Quiero poner un cerrojo en mi cuarto, el niño está muy raro”. Al parecer se intentó defender cuando fue atacada. No lo logró.
Hace tres o cuatro meses se puso en contacto conmigo X., una mujer desesperada. Tiene 70 años y un hijo de 50 que vive con ella y que ha tenido problemas de todo tipo; algunas mujeres le denunciaron por acoso, por ejemplo. Él es violento y ha agredido a su madre; ella pasa interminables noches de terror temiendo que la mate. Tiene pavor hasta de publicar su historia, y desde luego no quiere dar datos que los identifiquen. Y lo peor es que no hay nadie que la ayude. El sistema se desentiende por completo de estas mujeres; los psiquiátricos no se hacen cargo de los agresores, que a menudo tienen trastornos de personalidad de difícil evaluación y categorización. Así que no los internan, nadie puede forzarles a medicarse y las madres (casi siempre son las madres: los padres suelen borrarse cuando ven los problemas del hijo) están abandonadas e indefensas. Me estremezco al imaginar un suplicio semejante: que tu hijo sea tu verdugo. Tanto dolor y tanto miedo. La policía le aconsejó que denunciara las agresiones de su hijo, pero ella se niega a hacerlo: no soporta la idea de enviarlo a la cárcel (el amor se entremezcla con el horror). En fin, cada día que abro el periódico temo encontrarme con la noticia del asesinato de X.
Pero denunciar tampoco parece ser la solución. El pasado mes de febrero la policía detuvo a un chico de 26 años en Madrid. En su casa encontraron el cuerpo de su madre, de 66 años, con la que vivía. La había troceado en fragmentos menudos que guardaba en táperes. Leí esta espeluznante historia en el digital Madridiario, que añadía con macabro mal gusto algo que, sin embargo, voy a reproducir porque quisiera que este artículo fuera un aldabonazo en las conciencias: “Con actitud fría, el joven confesó a los agentes que se había comido a la fallecida junto a su perro: ‘Nos la hemos ido comiendo”. Pues bien, al parecer este chico tenía una docena de antecedentes policiales, la mayoría por maltratos a su madre. ¿Y de qué sirvió?
Por otra parte me preocupa que estos casos terribles puedan engordar el prejuicio indiscriminado e ignorante que la sociedad mantiene contra las personas aquejadas por alguna enfermedad mental. Que conste que, según varios estudios, las personas mal llamadas “locas” muestran un porcentaje de violencia contra otras personas igual al de las llamadas “normales”. De hecho, es mucho más probable que ellos sean víctimas de la violencia a que la ejerzan. Y además el problema de este tipo de casos es que a menudo los hijos no muestran una patología clara; padecen psicopatías o conflictos de personalidad que la psiquiatría oficial no quiere y no sabe tratar. Pero no podemos seguir así, hay que hacer algo. Hay que crear unidades de apoyo específicas en los hospitales, hay que cambiar los protocolos e internar a los violentos. Hay que ayudar a esas madres (y a esos hijos). Ahora mismo hay muchas más mujeres sufriendo esta lenta, desgarradora tortura, esta pesadilla silenciosa. Pero no sabemos de ellas porque están encerradas en sus cuartos apenas protegidas por débiles pestillos.