Las funciones eran rotativas, es decir, en tres secciones: matiné, familiar y noche. Si se elegía noche, había que ir temprano porque las entradas eran numeradas por lo que se armaban largas y tediosas colas para obtenerlas que a veces, alcanzaban más de una cuadra. Casi todos estos cines estaban preparados con los últimos adelantos técnicos para proyectar las películas con los sistemas Vista Visión, Panorámica o Cinemascope, este último con el sonido estereofónico o sonido envolvente que hacía que el espectador viviera como si él estuviera dentro de la pantalla. Siempre se exhibían dos películas, con un intervalo de siete minutos. Luego, a la salida, un cafecito o helados o la tradicional pizza de Capri.
Los cines ya murieron, como los dinosaurios, con la diferencia que a estos lo mataron, dicen, un meteorito y a los cines una cajita medianamente chica y negrita llamada “videocasete” en donde uno podía ver la película desde el sillón del living.
Hoy al caminar las calles del centro de nuestra ciudad aún se pueden observar los edificaciones que algunos empresarios de los cines levantaron para mantener viva la ilusión de aquellas películas en donde nos zambullíamos en hermosas aventuras del Oeste, tramas de horror y suspenso o coloridas y románticas historias de amor, edificios casi ocultos, avergonzados del destino que les tocó en suerte, convertidos en playa de estacionamiento o salones comerciales.
Ya no están las pantallas perladas, las butacas numeradas, los pasillos alfombrados ni los acomodadores con su linternita y sus programas en la mano. Sólo se alcanza a ver un pobre y desteñido cartelito donde se lee the end.