El Papa Benedicto XIII de Avignon fue electo en un momento oscuro de la vida de la Iglesia Católica. Fue actor central en el llamado ‘’Cisma de los 50 años’' en el que llegaron a coexistir tres papas. Se llamaba Pedro de Luna y nació en Illueca, Zaragoza, en 1328, es decir al comienzo de la Baja Edad Media, y murió en Peñiscola, Valencia, en 1423, con 94 años de edad.
Una visita casual a esa ciudad me motivó la escritura de esta nota. Se trata de una ciudad muy pequeña y pintoresca con poco turismo.
Una breve península rocosa le da su nombre, Peñíscola (península), que proviene, muy probablemente, del latín. Allí se encuentra el último castillo-fortaleza que los Caballeros Templarios llegaron a construir antes de su desaparición.
Mucho se ha escrito sobre los sucesos desgraciados que llevaron a Benedicto XIII a buscar refugio en ese pétreo rincón. Me interesa más indagar en su alma que en la política de la época.
Fue electo Papa en 1394 y desde poco después, 1398, sufrió la persecución implacable del gobierno francés lo que lo obligó a abandonar la sede de Avignon. Llegó a Peníscola en 1415 y allí permaneció encerrado los últimos ochos años de su vida. Lo apoyaba Alfonso V de Aragón y era reconocido Papa sólo por los reinos de Castilla, Aragón, Sicilia y Escocia. Es decir que en la práctica no tenía apoyo alguno frente a los muchos poderosos reinos de Europa.
Sin embargo, se negó a abdicar a pesar de que le ofrecieron ventajosas condiciones para hacerlo y hasta sufrió atentados contra su vida. Se mantuvo firme por su interna convicción de que su elección había sido legítima y de que, de acuerdo con el Derecho Canónico, era el verdadero Papa. Se dice desde entonces que quien se conserva firme en sus convicciones ‘’se mantiene en sus trece’'.
Recuerdo que la primera vez que leí sobre el llamado Papa Luna, hace muchos años, imaginé un déspota seducido por el poder que se negaba a vivir sin él. Lecturas posteriores y especialmente la visita a ese lúgubre lugar me hicieron cambiar radicalmente de opinión. El hombre se aferró obstinadamente a lo que consideraba su deber, no su privilegio, y sufrió estoicamente las muy duras consecuencias de esa decisión.
Le llaman ‘’castillo’' pero es una fortaleza de piedra pequeña y rústica donde no existían ningún lujo ni confort. Una verdadera cárcel, aislada de la ciudad en la cima de un peñasco que avanza sobre el Mediterráneo.
Benedicto XIII era un prisionero en esa jaula de piedra celebrando diariamente la misa y todos los actos protocolares del papado para solamente un puñadito de leales.
A su muerte, el Concilio reunido por sus seguidores nombró sucesor a Clemente VIII quien decidido a continuar el legado resistió en Peñíscola, pero solamente por seis años. Abdicó en 1429 poniendo fin al cisma.
Otros seguidores del Papa Luna nombraron entonces a Benedicto XIV quien ejerció secretamente y se dice que hasta hoy se mantiene esa línea en la clandestinidad y el Papa actual se llama Benedicto XL.
Hay una hermosa reflexión escrita en una pared de la sala del templo del Castillo de Peñíscola. Pide orar por El Papa Luna quien fue honesto en su obstinación y declara que será solamente el Juicio Final de Dios el que echará luz sobre éste y todos los misterios de la historia.
Al margen de la fe, la idea nos recuerda que no sabemos nada de lo que cada uno de nuestros semejantes lleva en su interior y por eso debemos abstenernos de juzgar actos ajenos. De no poder evitarlo, pues, juzguemos prudentemente.
Yo me instalé humildemente por unos minutos frente a la estatua que lo recuerda frente al Castillo y pedí allí perdón a su memoria por haberlo juzgado tan a la ligera. Somos hombres, somos por lo tanto falibles, mortales. Hombres, eso nada más somos.
* El autor es un mendocino radicado en Quebec (Canadá)