Primeras horas de la mañana del 6 de agosto de 1945. Un pesado cuatrimotor B-29 del 509° Escuadrón, el “EnolaGay”, prosigue su navegación a gran altura, confundido con la noche, hacia el blanco que decidirá la ruleta de la meteorología: las ciudades de Kokura, Hiroshima o Nagasaki. Hay que torcer la voluntad de continuar la guerra: ha sentenciado la conducción estratégica. La obsesión de los tripulantes: no tienen que fallar.
Llevan una sola bomba. El piloto, coronel Paul W. Tibbets, es el único que conoce su extraordinario poder. Faltan aún tres horas de vuelo. Lejos, allá abajo, miles de familias duermen a la espera de la luz de un nuevo día.
Son las 6.15. “Lanzamiento sin novedad”, transmite Thomas Farabee, el bombardero responsable de abrir las compuertas del avión.
Tres minutos más tarde, un terrible hongo asesino “ilumina” la vida de 343 mil habitantes. Hiroshima ha sido destruida.
Hace 76 años, el hombre causó una grave herida en el corazón de la humanidad. El general Tibbets nunca se arrepintió por haber cumplido con su deber. Los historiadores aun discuten razones, lo hacen escondidos para no ver las lágrimas en el rostro de Dios.