“No te vayas Mireille, nadie que parte tras esas ilusiones ha regresado”. “¡Oh mi petit, siempre preocupado como un padre! ¡En unos años volveré triunfante y con fortuna!”.
Toulouse Lautrec trataba de convencer a la joven que no siguiera la propuesta de quién decía ser un hacendado argentino prometiéndole que por su gracia y belleza sería la ‘Reina del Plata’.
El pequeño artista había gastado quince céntimos en un ramillete de violetas para cortejarla por última vez como recordatorio de despedida.
El pintor de rostros de mujeres con huellas del dolor y fracaso, vivía prácticamente en los prostíbulos que le hacían de inspiración para plasmar ese círculo de desilusión y amarguras; se había sentido enternecido con una pupila por su candidez, y trataba de evitar lo que en varias con aquellos sueños, a lo lejos se perdían. Nadie volvía.
Mireille repetía su rutina parisiens y era todo un éxito, su gracia, su afrancesada voz, a punto de ser grave, gustaban en aquel Buenos Aires del novecientos diez, pero al bajarse el telón la francesita no reía, no era feliz, tenía dueño que la explotaba hasta el dolor. Hasta se decía que había sido “vendida” por lo menos dos veces. Todo era amargo como le adelantara el pintor, por eso mantenía, mustio, seco aquel ramillete de violeta, porque era un recuerdo de su Paris, sabiendo ser una víctima más de la “trata de blancas” como se decía entonces.
Manuel Romero, dramaturgo, poeta, cineasta, admirado de su belleza la hizo conocer en el mundo de la noche castellanizando su nombre, con disgusto de Mireille, por Mireya para que sus letras rimaran con “ella” (¿?) como un personaje imaginario favorito del Armenonville, el cabaret de mayor `prosapia’ y lujo de aquella lejana década visitado por jóvenes y no tanto de abultada billetera y gustos selectos, que hicieron de Mireya la principal figura, no faltando soñadores empedernidos con un imposible y alocado matrimonio. Cabaret aquel con una referencia, hoy dato curioso, actuaba un dúo que hacía sus primeras armas, Gardel –Razzano.
Pero el tiempo fue pasando dejando sus huellas y todos los oropeles se fueron invisibilizando. La belleza de Meirelle llamaba tanto la atención que el biógrafo de Toulousse Lautrec, Henri Perruchet, la cita en unos de los capítulos de la biografía.
Mientras era útil en “esos negocios”, fue Mireya, luego, el tiempo la fue esfumando llegando al dolor de la mendicidad, transformándose en el endeble encanto de un cuento infantil.
* Prof. Armando A. Rivera. DNI 6.884.128