Se suele mencionar con alguna frecuencia a una gran figura del tango —una cantante— que hace más de medio siglo brilló con luz propia en los escenarios y en las radios argentinas: Ada Falcón (1905-2002).
La recordarán especialmente aquellos tangueros que tengan 60 años o más. Ada fue un ídolo indiscutido de la canción ciudadana.
En un viejo papel con la programación de radio Belgrano (año 1937), que guardamos en nuestro poder, se lee una especie de promoción de esa emisora. Dice: “Nos complacemos en destacar que hemos renovado el contrato con las siguientes cancionistas” (término de la época); y a continuación da una lista de cantantes. A esa lista la encabezaba Ada Falcón y, entre otras, también estaban Libertad Lamarque, Mercedes Simone, Adhelma Falcón —hermana de nuestra protagonista de hoy—, Juanita Larrauri y Nelly Omar.
Las Falcón eran tres hermanas, en realidad, cuyos nombres comenzaban todos con “A”. Ellas eran Ada (la mayor, la más famosa), Adhelma y Amanda, que era actriz.
No querríamos agregar mucho sobre el aspecto artístico de Ada Falcón, dado que no es nuestra tarea y porque hay gente más autorizada para hacerlo.
Nos interesa mucho más el ser humano, y en ese campo, quizá podamos aportar algunas cosas. Pero creo que importa sobre todo el motivo valedero de su renuncia a eso que la gente suele llamar felicidad, riqueza, honores, prestigio, permutándolos —ella lo hizo— por la reclusión voluntaria en una casa religiosa en la provincia de Córdoba.
Pero si hay que hablar de lo artístico, sólo acotaríamos que llegó a grabar 15 discos por mes. Que con la orquesta de Francisco Canaro protagonizó una de las primeras y más recordadas películas argentinas: Ídolos de la radio, que dirigió Eduardo Morera, con Ignacio Corsini, Tito Lusiardo y Tita Merello en el elenco.
Ada Falcón actuó en las emisoras más importantes de la época. Recuerdan algunos que agentes de una comisaría cercana a la Radio Belgrano se apostaban en la puerta de la emisora para resguardar su integridad física, dada la muchedumbre, que se agolpaba en cada presentación suya.
La cantante eludía al periodismo, por lo cual llegó a convertirse en una figura misteriosa, distante.
Ada Falcón era una muchacha espigada y hermosa, de cabellos renegridos y extraños ojos verdes, que confesaba ganar 10.000 pesos mensuales en la época en que un automóvil costaba 3.000 o 4.000 pesos y un empleado bancario no tenía un sueldo mayor a los 200 pesos. Tan grande ingreso provenía de sus actuaciones en radio, de las grabaciones y de sus presentaciones en festivales.
Ada Falcón siempre tuvo una aureola de misterio. Fue realmente un mito. Por la dulzura de su voz, por su belleza poco común, pero especialmente por sus actitudes.
Ella rehuía al periodismo, como expresamos antes. Pero también al público y a todo ese brillo que da la popularidad, que no siempre es grato. Depende obviamente de la personalidad del artista.
Porque, así como algunos necesitan el escenario, otros preferirían —si pudieran lograrlo— estar siempre en la última fila.
Distintas opiniones se dieron un día de agosto de 1942, en que el mito Ada Falcón, tomó forma concreta. Fue el momento en que decidió regalar todos sus bienes a una congregación religiosa. Se desprendió, sin el menor esfuerzo, de sus joyas, sus propiedades (que eran varias), de sus pieles, de su dinero, de sus obras de arte. Todo lo donó.
Sin duda sintió una enorme necesidad espiritual a la que se atribuyó —y esto no es en modo alguno peyorativo— una gran dosis de misticismo, de convicción religiosa.
Su voluntario deseo de alejarse de las luces y los oropeles, de ese brillo que a veces acaricia y otras enceguece, trae a nuestra mente este aforismo: ”No somos artífices del nacer ni del morir. Pero podemos serlo del vivir”.