Así comienza “La odisea del hambre”, una novela distópica de Mariela Ghenadenik

La escritora argentina propone esta ficción futurista en la que los hombres son obligados a producir energía mediante su fuerza física. Aquí, el inicio del primer capítulo.

Así comienza “La odisea del hambre”, una novela distópica de Mariela Ghenadenik
La portada del nuevo libro de la escritora argentina.

Primera parte. 1.

Los Controladores Subterráneos sobrevuelan el techo de la estación. Sofía se estira todo lo posible para respirar un poco de aire entre la muchedumbre mientras aguarda a que llegue el siguiente tren. El calor es agobiante, hoy no le toca comer, y beber antes de subir al transporte está fuera de posibilidad; deberá esperar hasta después de pesarse en la sesión grupal. ¿Es sugestión o falta el aire? Cierra los ojos e intenta controlar su respiración; el corazón le late tan fuerte que mueve la tela de su camisa. Arrepentida de haber elegido el tren subterráneo, debería haber tomado la correvía; piensa en las zapatillas que olvidó en la puerta de su casa o, mejor dicho, que su abuela le pidió que no llevara, “te vas a cansar demasiado si vas y venís corriendo”, le había dicho. Y tenía razón, el agotamiento corporal en los días que no le toca comer es muy intenso.

Balancea su postura: separa un poco los pies, procura que se toquen todos los apoyos, endereza la cadera para repartir bien el peso y sube un poco el torso para levantar la cabeza. Así puede mirar por los ventanales artificiales ubicados en las paredes de la estación; estos simulan una geografía que ya muy pocos tienen el privilegio de ver en vivo y en directo. Un glaciar gigante, con tonalidades azules se rompe en pedazos que rebotan contra un río helado. La frescura de esa imagen la alivia un poco mientras recuerda las veces que su abuela le contó lo emocionante que fue para ella ver un pedazo de roca congelada desmoronarse sin motivo aparente. En otro ventanal, unas cataratas descomunales rompen contra un río oculto tras el vapor que sube hacia un cielo azul intenso. La escena cambia y un lago color esmeralda refleja una cordillera de hermosas montañas nevadas.

Las imágenes de frescura la alivian un poco, pero la tremenda sed la hace dejar de mirar los ventanales artificiales y nota que las sensaciones corporales se hacen cada vez más difíciles de gestionar. Tranquila, Sofía, hay aire suficiente, piensa. Las ideas catastróficas se agolpan en su cabeza a tal velocidad que no logra desarmarlas con la lógica, y la certeza de que va a morir asfixiada o aplastada dentro de instantes es tan fuerte que comienza a transpirar y le cuesta serenar su respiración entrecortada.

Si tuviera su bicicleta no tendría que forzarse a tomar ese tren espantoso. Hace un cálculo mental del tiempo que le falta para cobrar su sueldo y retirarla del taller de reparaciones. Trata de recrear el frescor de sentir la brisa en la piel y poder olvidarse de la nuca transpirada que tiene delante de ella.

Analiza una vez más la situación: si pudiera ingeniárselas para salir, igualmente llegaría tarde a su reunión. Ya no tiene margen de tiempo para ir caminando ni dinero para pagar un vehículo aéreo no tripulado. Quedarse donde está es su única opción.

Se estira otra vez para tomar aire; sin querer, abre los ojos y el corazón casi se le sale de la boca al ver que la muchedumbre se agolpa hasta la escalera de entrada. Está atrapada y la noción de que no tiene escapatoria si sus ideas catastróficas se hicieran realidad se convierte en sensaciones corporales cada vez más intensas. No puedo morir acá. No puedo morir así.

—Ni se te ocurra llamar a los Controladores, Sofía. —Leandro la frena antes de que siquiera comience el gesto.

—No soporto más, me asfixio, quiero que me saquen de acá.—Leandro toma a Sofía de la mano, que intenta soltarse sin éxito.

—Concentrate, no te desmayes, solo faltan dos minutos. —La sostiene de la cintura—. Cerrá los ojos y respirá —le dice al oído, pero Sofía no puede dejar de mirar el enjambre de hombres y mujeres armados que flotan con arneses por encima de la gente y quiere llamarlos para que la saquen de la multitud. Me estoy muriendo, es lo que quisiera gritarles como pedido de ayuda.

Si no fuera porque necesita que le firmen la libreta sanitaria se permitiría desmayarse de una buena vez y dejar que los arneses la saquen del lugar. Pero Gerónimo, su jefe, le advirtió que “la cosa se está poniendo espesa”. “Están muy tercos los de Recursos Humanos, Sofi. Todos los Residentes tienen que presentar la libreta; ya no sirven las exenciones bianuales”.

Claro, fácil para un Normalizado, piensa. Volver al grupo de Tratamiento y Control es una pesadilla después de tantos años.

Los chalecos le pasan rozando, generando una pequeña brisa que hasta sería reconfortante si no le gritaran: “¡La vista al frente, señorita!”.

Vuelve a acomodar su postura: vista al frente, brazos a los costados, pies paralelos. Una de sus manos encuentra una dosis sublingual que, apenas se alejan los Controladores, logra ubicar con disimulo dentro de su boca. En menos de un minuto le hace efecto; en menos de ese tiempo comienzan a aquietarse los latidos de su corazón, dejan de transpirarle las manos y puede hacer al menos una respiración profunda. Poco a poco, logra serenarse.

“ASISTENCIA ANTE EL CRECIENTE DESAFÍO POBLACIONAL”, dicen las letras alrededor de un planeta Tierra en la parte de atrás del chaleco de los Controladores.

¿Aún existirá alguien que crea que la tarea de estas personas es la de asistir y ayudar? Se detiene un instante a pensar en las palabras desafío poblacional.

Lo que iba a ser un acuerdo mundial temporario para salir de la crisis que amenazaba al planeta terminó por establecer una forma de vida que dista mucho de ser lo que prometieron: una transición cuidada, un esfuerzo colectivo para lograr el bienestar de la humanidad (...).

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