Ese maldito calendario que no hace más que adelgazar tiene marcas inevitables ―principio de año, feriados, cumpleaños, fin de año―, ante las cuales un acto reflejo se despierta, inevitablemente. Ese vicio incontenible, esa necesidad de responder al fin de cada año se llama “balance”. Una práctica a la que los periodistas somos afectos, pero tan sólo porque no estamos solos en tal pasión malsana, sino porque la misma es disfrutada y odiada a la vez por los lectores. Lectores que se ponen en sintonía con los que proponemos este balance, para disentir o coincidir con las elecciones particulares, las que casi siempre (algo que suele olvidarse) están marcadas por el signo de la opinión, esto es, del parecer, muchas veces antojadizo y no siempre debidamente fundamentado por otra cosa que el gusto.
Para una sección de espectáculos de un periódico los balances ponen en cierto modo a prueba la “actualización” a la que se han aplicado los periodistas, cosa nada fácil si en estos también existe el afán por refinar sus gustos y, para ello, bucear no sólo en la música del burbujeante presente, sino en aquella que ha servido de basamento para esta.
Como las listas abundan y siempre son algo extrañas, la propuesta que supone esta pretende ir un poco más allá o un tanto más acá de las habituales. Estamos ante un balance sobre el año discográfico, en la categoría de rock internacional (las especificaciones son necesarias), un año que ha dado mucho de sí en este sentido. Sin embargo, en lugar de hacer una lista, nos parece mejor hacer un ejercicio doble y presentar el resultado luego de ese “doblez”. La idea es no sólo poner en el ranking las obras destacadas, sino más bien observar el mosaico que conforma esa elección y entresacar alguna conclusión no ya de la propuesta discográfica individual, de la obra que cada artista ha ofrecido, sino del lugar que ocupa en ese entramado del que forma parte.
Y lo que hay que decir de este año discográfico del rock internacional (mote con el que nos referimos, desde Argentina, casi siempre al rock cantado en inglés), es que hay una llamativa marca hecha por los grandes regresos. Esto es, un año en el que muy claramente se destacan los discos de artistas legendarios, algunos de los cuales siguen dando cátedra y mostrando su vitalidad, su potencia, su (ya que estamos) notable presente, a pesar de su antigüedad.
La mejor prueba de ello es el papel destacado que logra, en las listas que se han visto por ahí y en esta misma, del último disco de la banda The Cure. El magnífico Songs of a Lost World, que significó el regreso de Robert Smith y los suyos luego de 16 años, no sólo ha conseguido la aclamación casi unánime de la obra, sino también un nada módico éxito comercial, que ha llevado a la banda a ubicarse en los primeros puestos tanto de reproducciones en plataformas digitales como de ventas de discos físicos. Un logro nada menor, pero entendible por la belleza de un disco oscuro y tal vez exigente para tiempos de canciones cortas, rapeadas, sampleadas y bailables.
Sin embargo, justamente, el hecho de que The Cure destaque en un panorama nutrido de buenas obras, nos lleva a estirar un poco la cuerda. No porque no dé suficiente de sí este año. Recordemos que este 2024 ha traído destacables discos de bandas, digamos, más nuevas: un buen caso es el Romance, de Fountains DC, que ha maravillado a muchos. Pero, también, ha ofrecido buenos discos de bandas también legendarias, o casi, en un arco que va de Judas Priest (Invincible Shield) a Pearl Jam (Dark Matter), pasando por Green Day (Saviors), Opeth (The Last Will and Testament) o The Smile (los cuasi Radiohead, con Wall of Eyes). Pero creemos necesario estirar la cuerda, como decimos, hasta parte del año pasado, porque parece trazarse así un panorama más completo que sustenta una hipótesis: los rockeros-poperos legendarios han vuelto para poner las cosas en orden.
Así que tendremos decir que, claro está, junto con el grandioso disco de The Cure hemos de destacar otros regresos notables de 2024 como los de David Gilmour (Luck and Strange, primer disco de estudio en nueve años para el guitarrista de Pink Floyd) o Nick Cave & the Bad Seeds (Wild God, regreso tras un lustro de la banda del poeta australiano). Pero a ellos hay que sumar, entre esas obras que forman un rosario brillante, por ejemplo, el maravilloso Memento mori, de Depeche Mode (marzo de 2023, primero en seis años para el ahora dúo tecno-pop), el largo y potente 72 Seasons de Metallica (abril de 2023) y el fascinante i/o, de Peter Gabriel (diciembre de 2023), quien tardó nada menos que 21 años y pico en sacar este material.
Estamos, así, ante un panorama más claro: en cada caso, todos los artistas han elegido, principalmente, ahondar en sus propios rasgos reconocibles de identidad. Ninguno parece estar saliéndose de lo que podía esperarse de ellos, pero, a la vez, han reconfigurado a tal punto su sonoridad que con sus regresos han, permítaseme la fórmula, actualizado también el presente. Esto es, han sonado para los oídos más jóvenes y también para los que los vienen oyendo desde hace décadas, y forman igualmente parte de este presente,
Una seña de la música producida por artistas más jóvenes es la constante “inspiración” (hoy en día el sampleo o directamente el plagio se practica con la misma irreverencia, pero con más abundancia, que años ha) en los grandes músicos del pasado. Eso provoca un doble efecto: que lo que se pretende nuevo no sea en realidad tan nuevo y que, por derrame, algunos ocupados en sus artistas actuales comiencen a fijarse, por seducción, en otras músicas y otras décadas.
Con esto último, al fin, tiene que ver la hipótesis principal de este balance nada ortodoxo. Y es que, con la firme decisión de volver a componer, a grabar, a incidir en su propio estilo, los “icónicos del rock”, los Depeche Mode, los Nick Cave, los Peter Gabriel, los Metallica, los The Cure, los David Gilmour han dicho “presente” en el presente, y han mostrado que son capaces de hablarle a los oídos de unos y otros. Más a unos (los viejos) que a otros (los jóvenes), claro, pero en estos últimos han sembrado una semilla actual —sea a través de la fascinación de sus padres, de los algoritmos de YouTube, X, Spotify o Tik Tok— para que en ellos crezca una música que no tiene tiempo, sino que es de siempre.
Un dato final: estos discos de 2023 y 2024 que elegimos destacar tienen un aspecto visual que se nos antoja nada gratuito. Revísense las portadas de Memento mori, de i/o, de Luck and Strange, de Lost of a Lost World (también la de Wild God). Todas han elegido los tonos monocromos para presentarse, o re-presentarse, otra vez en sociedad. Es, tal vez, una metáfora visual que dice: “Estos viejitos que vos ves en blanco y negro están más vivos que nunca”.