Runita, Runetti, Cucaracha, Cara de Pelo, Cabecita, Cuca, Cucatrap, Cariflecha, Perri, Perripollo, Pollito, Unperro. A todas estas formas cariñosas de referirnos a ella –y muchas otras más– responde esa compañera incondicional, el más poderoso antídoto contra la tristeza y las decepciones: nuestra perra Runa. Es una bomba de amor esponjoso; uno de los seres más felices y considerados que haya conocido jamás.
Llegó a la casa una mañana perfecta de primavera hace doce años, durante la primera quincena de noviembre. El cielo estaba cristalino y el aire suave mecía los azahares del limonero del jardín y esparcía el inconfundible perfume que ocupa cada ambiente en la estación de las flores.
Esa compañera de aventuras fue una sorpresa que programamos para un cumpleaños especial de nuestra hija; el de su décimo aniversario. Llevaba largo tiempo soñando con un amigo permanente para jugar, para cuidar, para querer. Fijamos algunas reglas básicas de convivencia, roles y funciones de cada uno, y trazamos algunos límites que yo consideraba infranqueables; espacios vedados para la perrita bajo pena de destierro: sillones y camas.
Se adueñó de la casa desde el primer minuto en que la recorrió con dificultad, tropezando con los muebles que todavía no conocía. Rodó un par de veces en un desnivel entre la cocina y el living, pero a partir de ese momento ocupó cada ambiente como si llevase años circulando por los rincones. Entendió, con menos de dos meses de vida, que había llegado a un lugar donde la cuidarían. Y comprobó, sin demasiada dificultad, que todas las fronteras inaccesibles se podían mover y estirar a su gusto. Unas pocas semanas después de su llegada había que pedirle permiso para ocupar los sillones y acostarse a dormir en la propia cama.
Jamás rompió una sola cosa, ni la pata de un mueble o una media. No recuerdo un solo intercambio duro de reproches ni retos. Comprendimos a una gran velocidad que no era esa la manera de entendernos con ella. Era dueña de una gran sensibilidad y perspicacia.
Desde que nació fue una invitación a la caricia permanente; un pompón de pelo algodonoso color crema con manchas té con leche en su hocico, orejas y lomo. Unos mechones cobrizos que se fueron extendiendo un poco más a medida que avanzaban los años. Es una caniche mediana, la más chiquita de su camada, pero de proporciones perfectas. En una raza con fama de estridentes, ella fue la excepción que confirma la regla: es sinónimo de serenidad. Acariciarla es dejarse acunar por el mar.
Sus ojos mansos color miel transmiten alegría instantánea y la seguridad de que cualquier cosa que esté mal puede mejorar. Conservó, a lo largo de los años, su pelo sedoso y suave, como de bebé, con unos rulos que son una invitación permanente a enredarse en ellos.
Durante las primeras horas de convivencia en la familia se iniciaron las deliberaciones sobre el nombre más adecuado. La búsqueda se centraba en dos atributos centrales: que fuese corto y que no ofreciera dificultad para pronunciarlo. Los personajes de El Rey León, de Disney, llevaban varios cuerpos de ventaja, y por algo así como medio día pareció que la pequeña se llamaría Nala. Sin embargo, la fantasía épica, Tolkien, Ursula K. Leguin y miles de horas de literatura, prevalecieron sobre una de las películas favoritas de todos los tiempos.
Copiloto perfecta en el auto, siempre adoró los paseos con la ventanilla baja para poder sacar completa su cabeza: el hocico cortando el viento, las orejas volando hacia atrás y los ojos entrecerrados es una de las postales que permanecerán grabadas para siempre en nuestra memoria.
Capaz de entretenerse sola por horas, jugó con pelotas de diferentes texturas y tamaños; empujándolas, persiguiéndolas luego en una carrera desenfrenada –que siempre ganan las pelotas que ruedan enloquecidas debajo de sillones, camas o rincones inaccesibles–. El indicador inconfundible de pedido de ayuda urgente es una mirada suplicante que alterna entre el mueble donde está el juguete y los ojos de la persona a la que solicita auxilio. Todo eso acompañado de algún quejido suave. Su juguete favorito es una pelotita de goma blanda, de esas que se usan para paletear en la arena. Se la regalaron en la playa de La Serena, cuando apenas tenía cuatro meses de vida, y nunca se separó de ella. Todavía la conserva, aunque el paso del tiempo y los juegos reiterados la redujeron a la mitad. Es un pedacito de goma irregular que ella agarra y revolea hacia arriba, la ataja y la traslada de sillón en sillón o al piso, y la lleva a la cama como compañía cuando duerme.
Es poseedora de una energía de duración extra y una fidelidad inagotable. La alegría es su marca registrada y la entregó en altas dosis, a conocidos y desconocidos sin distinción. Supo, mejor que cualquiera, cuando alguno de nosotros necesitaba de su amor y lo entregó sin retacearlo. De igual modo fue una enfermera leal cuando alguno de los integrantes de la familia se enfermaba y debía guardar reposo. Montó guardia en la cama a su lado y no se despegaba hasta la recuperación completa del paciente.
Mejoró nuestras vidas y nos enseñó que nada importa más que una calurosa bienvenida en el retorno al hogar, que no hay nada más valioso que demostrar a tus afectos el cariño incondicional. Su nobleza y optimismo organizan el caos cotidiano de nuestras vidas, el mundo cobra sentido cada vez que atravesamos la puerta de entrada. Con ella superamos cualquier decepción.
Sabemos que tarde o temprano llegará la despedida inevitable, y estamos seguros de que el mundo, sin su presencia, será un lugar menos luminoso e infinitamente más hostil. Conocerla y vivir con ella ha sido un privilegio y estamos eternamente agradecidos por eso. Somos más compasivos y cariñosos porque aprendimos de ella la lealtad y la entrega total de ese amor que no espera nada a cambio y que transforma la vida de quienes la conocen.