El contacto de emergencia

Una de sus amigas había tenido un accidente. Sintió una opresión en el pecho; una piedra de cien kilos que le impedía que el aire entrara en los pulmones.

El contacto de emergencia
Se usa cuando una persona sufre un accidente y sirve para llamar a familiares o seres cercanos.

El teléfono sonaba cada vez más fuerte y ya era insoportable. Justo en el preciso momento en el que estaba con una paciente; imposible atender. Cuando miró la pantalla, cinco llamadas perdidas adelantaban una ansiedad descontrolada, o tal vez era una mala noticia.

Contestó y le avisaron que una de sus más antiguas amigas había tenido un accidente en el auto; recién la admitían en el Hospital Central de Mendoza y la llamaban porque las vocales AA antecedían su apellido entre los primeros nombres que figuraban en la lista de personas del Samsung Galaxy S: era su contacto de emergencia.

Llevaban años distanciadas y hubo un tiempo en que le resultaba tan doloroso que contaba los meses y días de aquel desencuentro. Es que habían sido casi hermanas desde que se conocieron, en el jardín de 4 de la Escuela Normal Tomás Godoy Cruz, hasta después de los 40. Ante la noticia del accidente su reacción fue automática: contestó que salía en ese momento hacia el Hospital. Le explicó a su secretaria que debía reprogramar todos los turnos que quedaban. Salió sin mirar a las pacientes que aguardaban en la sala de espera. No dio explicaciones; no había tiempo que perder.

Mientras ajustaba el teléfono al sistema de audio de su camioneta pensaba en lo extraño que le resultaba que ella la tuviese como contacto de emergencia después de tanta lejanía, de años de algunas tibias llamadas de cortesía y mensajes para esas fechas que en calendario están marcadas “para saludar”: cumpleaños, navidades, algún aniversario importante.

Era un día extraño de la primavera en Mendoza, lejos del sol y ese clima seco característico. Estaba fresco, con una brisa incómoda y llovía desde la noche anterior finito, persistente. El asfalto, las veredas, estaban resbalosos. La realidad, a través del vidrio mojado del auto se veía más amable, menos definitiva; ojalá fuese un buen presagio, pensó.

Meditó sobre uno de sus primeros recuerdos de esa historia de cariño incondicional e irrestricto que habían tenido por más de treinta y cinco años. El arenero en los recreos del jardín de infantes de la escuela Normal, en la calle Patricias Mendocinas, en pleno centro mendocino. Los juegos en la casa de los abuelos de ella, la de su Tribu, como decía para referirse a la familia de su madre que era muy numerosa y unida.

Un recuerdo borroso llegó a su memoria, una despedida de cuando eran niñas. Esa nena siempre despeinada, de pelo tirabuzón y ojos de almendra —que hoy enfrentaba las consecuencias de un accidente—, se desprendió una cadenita de oro y se la colgó a ella. “Para que sientas que estamos juntas ahí”, dijo. Y se abrazaron largo y fuerte, como se abrazarían miles de veces; en otros momentos tristes, el día de sus casamientos, cuando nacieron sus hijos, cuando había logros que celebrar, o simplemente porque se querían.

Habían tenido uno de esos vínculos en los que sólo basta una mirada y no es necesario explicar nada. Una larga historia compartida que parecía haber terminado, y ahora no lograba recordar por qué. Fueron amigas, hermanas, y, cuando hizo falta, enfermeras una de la otra.

Ahora no podía frenar los recuerdos y las imágenes mentales de los juegos de niñas; o las salidas en esa banda adolescente que compartieron a los quince años. Más adelante llegarían los novios definitivos, los maridos, la crianza en común de los hijos.

Hablaban todos los días, y cuando terminaban de trabajar se acompañaban cotidianamente a hacer trámites. Tenían conversaciones por teléfono de horas cuando no podían verse. Organizaban sus días desde temprano: sabían las obligaciones laborales de la otra y los horarios de las actividades de todos los hijos.

Se preguntaba qué fue lo que las unió en el kindergarten. Tenían personalidades casi opuestas: una era retraída, casi enfermizamente tímida; y la otra ultra sociable, expansiva y simpática.

Sí existió ese vínculo difícil de describir que coloquialmente definimos como buena onda. Un lazo que se anudó durante la niñez y adolescencia, persistió durante la juventud y llegó hasta la adultez.

Un día los caminos parecieron desencontrarse: una situación inimaginable. Pensaba que tenían una conexión preparada para subsistir huracanes y el fin de los tiempos. No había discusiones insuperables o enojos eternos, porque el cariño y la lealtad eran más importantes que todo.

Entró corriendo al Hospital, preguntó por su amiga y le explicaron que había llegado inconsciente, estaban estudiando un posible daño neurológico. Sintió una opresión en el pecho; una piedra de cien kilos que le impedía que el aire entrara en los pulmones.

Pasaron unos minutos y un neurólogo le aclaró que la accidentada estaba consciente y que, en apariencia, no había más que un fuerte golpe en la cabeza que parecía no tener consecuencias graves. La presión de la piedra empezó a ceder lugar al aire. Y una vez más esa pregunta: “¿Cómo había sido que dejaron de hablar todos los días?”.

Inspiró hondo y expiró lento antes de decidirse a entrar a verla. Tenía un hematoma en el hombro y un fuerte golpe en la cara, por el airbag que le salvó la vida. Se abrazaron largo —unos segundos más que los que dicta la costumbre—, como solían hacer. Pensó en lo que representan las amigas; un lazo persistente, aún en largas separaciones y distancias que parecen insalvables.

Cuando la opresión en el pecho ya era historia y el día parecía salvado, la lesionada le preguntó, como tantas veces lo hiciera a lo largo de su vida en común si esa tarde se ocuparía ella de buscar a los chicos a la salida de inglés para llevarlos a hockey y música. “Esta mañana cuando hablamos me olvidé de preguntarte. Hoy es martes, ¿verdad?”. Era martes, sí. Pero ya no se acordaba de la última vez que una mañana organizaron la actividad de sus hijos.

Los chicos ya no necesitaban que nadie los trasladara a actividades extraescolares; hacía años que salieron de la escuela primaria y eran estudiantes universitarios. Otra vez la piedra de cien kilos que no la dejaba respirar.

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