Una sensación de ansiedad ocupaba todos los ambientes, a toda hora, cada día de esa semana previa. Los teléfonos, que todavía no usaban sistemas de mensajería tan sofisticados ni completos como el WhatsApp, sonaban con un timbre que me sobresaltaba. No quería atender, no quería hablar, no quería dar la misma respuesta cada vez. -No, todavía nada. Sí, fue una falsa alarma; una de varias.
Así transcurrieron los días anteriores al nacimiento de la persona más importante de mi vida. Fueron algo más de dos semanas en las que mi paciencia se puso a prueba múltiples oportunidades.
Muchas veces, las dos juntas en su cama, con una luz muy tenue que casi no iluminaba, relaté la historia del día en el que finalmente nos conocimos cara a cara después de tanta espera. Era uno de sus cuentos preferidos antes de dormir, cuando todavía no sabía leer. Me enfocaba en el relato de lo que sucedió desde que mi obstetra me dijo que le habíamos dado todas las chances posibles al parto que esperábamos, y que no iba a suceder de ese modo, que iba a tener que nacer por cesárea. Afuera de los quirófanos del Hospital Español de Mendoza, quedó el padre vestido de esa tela descartable que parece de papel, con zapatos y gorro -en aquella época no dejaban que los acompañantes entrasen a las cirugías-.
Mientras, nosotras estábamos en una sala cercana al quirófano, a minutos de vernos por primera vez. Ese día éramos las dos solas contra el mundo, confiando en que todo saldría bien. Cuando salió lloraba -para mi alivio-, la limpiaron un poco y la acercaron a mí para que la viese. El amor que sentí en ese momento no lo hubiese podido anticipar jamás y desde ese instante lo ocupó todo. Supe ahí que sería capaz de hacer cualquier cosa por protegerla.
Me iluminó con unos ojos enormes color miel que ahora, de acuerdo a cómo le da la luz del sol, a veces son grises o verdosos. Estaban muy abiertos, descubriendo cómo era el mundo del aire. La saludé y dejó de llorar automáticamente. Dije: -Hola preciosa; y me reconoció la voz que había escuchado ahí a lo lejos, amortiguada durante cuarenta semanas, pero ahora era más fuerte. La reconfortó, le dio tranquilidad.
El abrazo, los besos, debieron esperar unos minutos más todavía. Eran necesarios una serie de procedimientos para las dos: limpiezas, costuras, pruebas, vitaminas.
Ya no recuerdo cuántas veces le conté el cuento de su nacimiento para que se durmiese cuando todavía necesitaba de mi compañía para conciliar el sueño, cuando todavía no descubría por sí misma el extraordinario mundo de la literatura. Lo he escrito en cartas de cumpleaños que buscaban fijarlo en nuestra memoria, suya y mía. Pero creo que nunca me he detenido lo suficiente a reflexionar sobre lo que significó para mí ese momento. Fue, no tengo dudas, uno de esos sucesos en la vida donde nada vuelve a ser como era, un punto de inflexión que marcan un antes y un después.
La plenitud, alegría, felicidad irrefrenables que sentí no tienen comparación, no se pueden describir. Ni siquiera voy a intentar explicarlas porque es imposible. Sólo voy a decir que en ese momento entendí que había vivido para eso, para conocerla. Que cualquier duda, sufrimiento, o hasta el dolor físico que sentí estaban justificados, tenían sentido, valían la pena porque me habían llevado hasta ese punto. El día más importante y feliz de mi vida: ese en el que empecé a descubrirla.
Salimos del quirófano juntas en una camilla. Ella acostadita sobre mi pecho, como durmió tantas, tantísimas veces después a lo largo de los años. Esa posición nos daba tranquilidad. Yo sentía que -igual que cuando estaba en mi panza-, la podía resguardar. Supongo que a ella también, porque escuchaba los latidos de mi corazón, un ritmo conocido suficientemente durante nueve meses desde el otro lado.
Esa noche la emoción me inundó y no dormí ni un segundo, como me pasa en situaciones críticas en mi vida. Estábamos su padre, ella y yo juntos en una habitación de la maternidad. Ellos dos dormían: mi marido en la cama del acompañante; ella, en una cunita pegada a la que ocupaba yo. No podía dejar de mirarla, era como contemplar el mar, o el fuego; hipnótico. En ese momento descubrí, con asombro, que su papá descansaba con un gesto muy suyo - boca arriba con una mano cerrada sobre la frente-. Ella, sin haberlo visto jamás, dormía exactamente en la misma posición. Desde esos primeros minutos ellos ya tenían eso en común. Hoy es mucho más evidente que comparten, además, una complicidad a prueba de balas.
Desde ese día coexisten sentimientos entrelazados que han ido variando en intensidad pero que se mantienen inalterables. Felicidad porque buscar que ella viniera es la mejor decisión que tomamos juntos él y yo. Emoción por descubrir a esa persona que imaginaba que ella podía llegar a ser y que me enseña todos los días con su sabiduría e integridad. Miedo de no poder protegerla del sufrimiento, de los problemas; una sensación que se atenuó con el tiempo, pero nunca desaparece del todo.
Me enseñó, me guió, fijó límites y fuimos aprendiendo juntas. Ese lazo que hay entre nosotras es indestructible y sé que podría sobrevivir cualquier catástrofe.
Todos estos años han sido una aventura y sé que el mundo es un lugar mejor porque ella está en él. Me conmueven sus decisiones, porque muchas veces elige el camino más difícil; porque es considerada con los demás, los ubica en primer lugar.
Espero que pueda vivir su vida a fondo, con pasión, con el compromiso y la energía que les pone a las causas que le parecen nobles. Espero que quiera sin restricciones y que reciba eso mismo en la misma medida; aunque a veces la decepcionen y la defrauden. Quisiera que no tenga miedo, que se arriesgue cuando sienta que es necesario. Y que sepa que siempre, pase lo que pase, voy a estar a su lado.