El “Himno al Sol” de Ricardo Tudela - Segunda parte

Marta Castellino continúa el análisis del poema póstumo del escritor mendocino, publicado en 1991.

El “Himno al Sol” de  Ricardo Tudela - Segunda parte
Ricardo Tudela, escritor

Ricardo Tudela (1893-1984) es un destacadísimo escritor mendocino, cuya existencia cubre un dilatado período de nuestra historia cultural y discurre por diversos cauces expresivos.

Su obra poética comprende los siguientes títulos publicados en vida del autor: “De mi jardín…”; Verso y prosa (1920); “Vida interior” (1922, poemas); “Los poemas de la montaña” (1924); “Horas de intimidad” (1924); “La canción nativa” (1930); “El labrador de sueños” (1969) y “Los ángeles materiales”; Poemas (1973). En 1964 publicó “El inquilino de la soledad”, prosas poemáticas, y en prosa, la novela “Un verano en Potrerillos” (1921).

En cuanto a su obra ensayística, incluye dos libros: “El hecho lírico” (1937) y “Ventanales de la conciencia humana; Ensayos confidenciales” (1983). Póstumamente aparecieron los dos tomos de “El pensamiento perenne”, en 1989 y 1993, respectivamente y dos libros de poemas: “Canto a América” (1987) y el “Himno al Sol” (1991).

Como señala Gloria Videla de Rivero (1996), “Si bien Tudela desempeñó durante su larga vida muy variados oficios y profesiones, fue la escritura su forma de expresión más persistente, su modo de canalizar sus angustias, perplejidades e inquietudes religiosas o sociales, sus acuciantes reflexiones” (pp. 47-48).

En efecto: en la nota anterior (Los Andes, 19/02/23) señalé la profunda imbricación que el poeta y en ensayista logran en su obra, y a través de unas palabras contenidas en su ensayo “El poder creador de mi dialéctica intuitiva”, se ponía de relieve lo que Videla de Rivero expresa en estos términos: “[Tudela] identificaba su ser con el de un poeta, un pensador-escritor más intuitivo que racional, un buscador metafísico agónico” (p. 48).

Mi propósito en esa nota anterior (anunciado pero no plenamente concretado) era poner en diálogo las reflexiones expresadas en la ensayística tudeliana con su praxis poética y elegía para ello su último poemario, publicado póstumamente en 1991, como ya dije, y que es -en rigor- un solo y extenso poema en verso libre, dividido en nueve cantos.

Lo primero que destaca en la lectura de este libro es el dinamismo que arrastra toda la composición y que es reflejo del movimiento propio del cosmos en su totalidad que, según el pensamiento del autor, se mueve en perpetua evolución hacia el Cristo Cósmico. De este modo, se hace eco Tudela del pensamiento del jesuita Teilhard de Chardin, que coloca a la persona de Cristo como foco de convergencia de una evolución que involucra tanto la materia como la vida y el pensamiento (o espíritu).

Como apunta Videla de Rivero, Tudela “fue un asiduo frecuentador de la Biblia” (1996, p. 51). En tal sentido, cabe apuntar que el autor vivió una crisis que lo llevó a apartarse del protestantismo inculcado por su madre, ya que “encontré en su seno una dura inclinación por los dogmas y el sectarismo. Esa tendencia sembró en mí dudas terribles. Para neutralizarlas, me di al estudio comparado de las religiones. Un día –conmovedora aurora de liberación- descubrí que la India era la madre de toda la sabiduría religiosa y filosófica” (Tudela, 1993, p. 110). Posteriormente, su evolución espiritual lo llevará al encuentro de la teología de Teilhard de Chardin y su “Cristo Cósmico”.

Para expresar estas ideas tan características de los años sesenta, el poema de Tudela asume un tono bíblico, que comienza detallando la cosmogénesis como momento anterior a cualquier posibilidad de conocimiento: “En el principio era el caos. / Las tinieblas y la luz confundían sus materias. / Era imposible que nada se viera a sí mismo, / no había rotación de mundos, / no combatían el agua y la tierra” (1991, p. 17).

A partir de este comienzo estático comienzan a prodigarse los verbos de movimiento: “empezó la epopeya, abrióse la flor, desparramó sus simientes” (p. 19). Se engendra así un movimiento arrollador, la expansión del cosmos, con la aparición de las distintas creaturas: “Dios dormía en sí mismo. / Mas despertó creándose / en donación perpetua evolutiva. / Fueron los mares, selvas / y montañas, / las criaturas, las bestias, / los insectos, / las constelaciones y las galaxias, / los vastos cielos, las estrellas […]” (pp. 21-22).

En los versos siguientes se refirma la idea de dinamismo universal, a menudo violento, con hermosas imágenes: “sed de vivir creciendo”; “universal vorágine del tiempo” (p. 35); “torrencial bravura de los mares”; “desparramo salvaje” (p. 37). A ese movimiento se incorporan lo humano en su conjunto –”un millón de caras / en la hermandad universal del hombre” (p. 41)- y también cada hombre en particular: “Estoy naciendo otra vez, / el universo entero entra en mí, / redescubro lo que me pertenece / desde las células […]” (p. 45), dando lugar así a esa “colectividad armonizada de conciencias” de que hablaba Teilhard, para quien la evolución requiere la unificación del sentido.

Se configura así una suerte de panteísmo exultante que convoca a la creación toda a un proceso de transformación crística: “terrible rotación de afirmaciones / universales, / descubrimiento cósmico del mundo, / la humanidad con sus flores de llanto, / Dios transformándose en el Hombre” (p. 33).

En ese permanente movimiento del universo y del hombre en él, se dibuja la imagen de la vida humana como un derrotero: “Vengo de muchas partes, / vengo buscándome entre aromas y centellas / desde el herbajo duro / a la victoriosa belleza de la rosa” (p. 47); pero más que un Homo Viator que marcha hacia una meta, los versos tudelianos dibujan la imagen de Sísifo condenado a un perpetuo recomenzar: “{…] yo, Sísifo del alma, / prisionero de un difícil destino / invoco cada día tu energía / como inducción reverberante” (p. 99).

Si bien la mirada del poeta intenta abarcar la totalidad del mundo creado, también puede vislumbrase en este texto algo del Tudela de “Los poemas de la montaña”, uno de sus libros iniciales, que busca la respuesta a su búsqueda en la naturaleza, en el entorno mendocino, con lo que se abre camino en su poesía la expresión del propio terruño, como fruto de una observación directa, captada con todos los sentidos: “Son las hierbas, las piedras, las campiñas / las altas arboledas y los cerros, / el misterio del agua y sus imágenes, / el saucedal sonoro y las riberas / de la dulce comarca en que transcurro” (p. 71).

De este modo, se abre una nueva dimensión de este libro, la vivencia de lo americano, a la que me dedicaré en una próxima nota.

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