En otros tiempos ninguno de nosotros tenía el privilegio amargo de tomar en escalera de naipe la tapa de todos los diarios, despertarse mirando la cara del mundo sin maquillar. Nadie entonces se asomaba a esta triste verdad: el mundo es una pintura de Francis Bacon.
De ahí a pensar -café en la mano- que tal vez estamos en el plato de una conspiración reptiliana, de masones, una matrix de anteojos oscuros, hay un párrafo.
Entre otras cuestiones falsas que edificaron (es decir, engañosas, que no están cuando se las hurguetea), la justicia es la primera. Una utopía afiebrada de sediciosos que pensaron una comunidad donde los culpables tuvieran castigo. Es decir, donde no se oferta la impunidad, porque otra legión de individuos llamados jueces, abogados «personas dedicadas a la tarea de arrear la justicia, elegidos por su idoneidad, pero sobre todo su vocación de servir a la sociedad», eligen con empeño dar y hacer justicia. Equilibrio. Nadie entonces queda incólume. Los delitos graves, penas graves, los pequeños, a la balanza ciega.
De manera que ningún criminal podría morir de viejo en un patio alfombrado de naranjos o la banca del Senado. Ningún asesino escapará por el sótano de las iglesias u otros edificios sociales, y vivir una vida de la que privó a millones o uno. Imposible que ese guardia acusado de complicidad por el crimen de 300.000 personas en Auschwitz reciba «dos años de prisión en casa».
Imaginemos consecuentemente que la educación es el dibujo de una máquina corporativa de igual forma, perversa. Planifica, proyecta, se reescribe un antisísmico manual para que la mayoría no aprenda. Las escuelas, albergues transitorios, invernaderos para que niños y niñas del planeta maduren antes de salir a engendrar obreras, esclavos sin vencimiento ni destino. Un puñado exige que la producción de orgánicos degradables no se interrumpa, que no se complique la «realidad». Educar es mantener a un porcentaje invariable de asistentes a un estadio donde se repite un juego de cálculos, teorías novedosas, literatura previsible, cuentos que no ofenden ni alteran la cronología simpática de las vidas invisibles del poder.
Podemos pensar en la medicina, cuyo propósito no sería curar sino mantener respirando empresas que venden pastillas, vacunas de múltiples colores y efectos secundarios sabidos; sucedáneos del dolor y placer. Es decir, la ciencia médica no lleva siglos preparando la solución en cápsulas de nuestras enfermedades, sino su continuidad: nunca quiso detener la muerte sino autorizarla por un precio, demorarla en una sala, cambiarle «ese rostro tan temido».
En plan de explorar la geografía cultural, social, supongamos que la religión no quiere vincularnos a ningún dios, sí mantenernos alejados de ellos y la espiritualidad; entonces no hay un dios, hay docenas. No un punto de oración o encuentro, millones, que no les permitan estar en ningún sitio ni con nadie. Un mundo donde las creencias, las dictaron escritos manchados de escribas a sueldo, trocitos de códices mordidos por la arena, profetas de oficio, milagros socorridos por las fuerzas del orden público con la orden de apaciguar una población extraviada en su desierto (Yamilé).
El amor, sustancia estéril de canciones malas y justificación de concursos literarios municipales, el amor es trauma, lugar común, embuste del régimen que soporta las falsas columnas del camarín social. El amor es un sentimiento efímero, aleccionado, una fuerza sin nada de hercúleo, épico: parcamente la sensación instintiva que nos erotiza y lleva a la cópula, la mutualidad para salvarnos de la soledad, el frío de la intemperie de la piel.
Nunca existió el amor, sus exhortos al sacrificio, ni el sacrificio por amor, los ejemplos de expediente son reacciones ante el miedo y la desesperación, búsqueda de refugio mental, hambre, urgencia de sostener tirante la cadena del ADN de la especie, que extingue todo, menos a sí misma.
Conjeturemos que habitamos un mundo, sociedad, país, donde no habrá cambios o mejoras: los pobres seguirán multiplicándose sin pan bajo una sigla que determina segmento y destino. Aumentará la sed según lo acordado en contratos; los ricos multiplicarán chimeneas, auspiciarán acuerdos verdes en el territorio de otros. Con excusas absurdas, la camarilla insaciable destruirá ciudades destruidas, casas sin techos donde niños crecen alimentados de venganza. Eso que necesitan para argumentar su eterno castigo, los de la camarilla.
Presumamos que esto siempre ha sido así. Nunca hubo caminos donde los hombres pasearon felices, rodeados de eucaliptos, olivos, animales sin apuro con fondo de mar azul; niños cultivando algo llamado inocencia, colgados al tejido de la ley, los brazos del bien y un futuro igual, hogar que llamaron humanidad o humanismo por darle un apellido.
Imaginarlo espanta, obliga a escribir, leer otra cosa.
Un mundo sin el mundo, justicia, esperanza, que no pueda simular amor para darnos consuelo, nos amontonará en los pies de las avenidas y las estatuas públicas hasta formar escalones de cera. Peldaños que derrite y evapora el sol cuando amanece a la mañana. Basura que levantan flojamente los camiones del municipio. El ejército de cartoneros que se disputan los restos.
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