David Yates es un director que aprendió a hacer productos entretenidos, y “El negocio del dolor” (“Pain Hustlers”, en Netflix) no le significó ningún reto. Trata del auge y la caída de la farmacéutica Zanna (con nombre ficticio, aunque remite a una real) que descubre un lucrativo negocio en vender masivamente una droga adictiva que inicialmente se usaba solo en pacientes con cuidados paliativos por enfermedades terminales.
Para esto, se vale de la connivencia de médicos, de visitadores médicos y de personajes como Liza Drake (Emily Blunt), una madre soltera acosada por la pobreza y los problemas de salud de su hija, quien conoce a Pete Brenner (Chris Evans), representante comercial de la farmacéutica. Él detecta la capacidad de Liza como vendedora de productos, por lo que la contrata y ella, de trabajar como bailarina en un club nocturno, pasa a ser una pieza fundamental de esta empresa.
Aún sin ponerle el play, a uno le llama la atención que Yates, antes de este filme, haya hecho títulos de peso y enorme taquilla como las últimas cuatro películas de la saga de “Harry Potter” y las tres de la saga de “Animales fantásticos”. Decididamente, está acostumbrado a trabajar en otro registro. Y uno se pregunta de antemano: ¿Podrá dar un cuadro convincente de una historia que tiene trasfondo real y que trata, en definitiva, de un problema social aterrador y muy actual en Estados Unidos, como la crisis de los opioides? Sí, era pedirle demasiado. Yates tiene un enorme entrenamiento para hacer películas entretenidas, pero que no pueden poner en su correcta dimensión temáticas complejas.
Desperdicia la oportunidad de ficcionalizar con altura un hecho que hace trizas las bases del American Dream; también desperdicia la visibilidad internacional que le da la plataforma de streaming más popular; renuncia a poner el dedo en la llaga y se conforma con hacer una película que, después de ser vista, se amontona en la montaña de películas pasatistas de las que nos olvidaremos mañana.
“El negocio del dolor” empieza pareciendo una sátira “a lo Adam McKay”, deriva después en una película aleccionadora, pero también parece por momentos una dramática historia de superación, e incluso hasta exalta el sueño americano cuando, justamente, es una historia de degradación social en un capitalismo degradado.
De atenerse a las historias personales de enfermedad y adicción, la película podría haber resultado en algo duro y difícil de ver, por lo que se entiende la elección de Yates de aligerar el tono. Sin embargo, el problema es que no logra equilibrar los distintos registros por los que transita la película.
De hecho, el guion de Wells Tower es más bondadoso con la propia Liza Drake que con los damnificados reales. En una maniobra algo cuestionable, logra despegarla de la putrefacta trama y, en cierto sentido, justificando sus acciones.
Esto de que empaticemos con una cómplice del negocio del dolor quizás sea otra decisión más de Yates para hacer más “pasable” una película en esencia es muy cruda. Sin embargo, siempre quedará la oportunidad a los espectadores de conocer de primera mano el hecho real, recopilado en crónicas del New York Times y recogido en el libro “The Hard Sell: Crime and Punishment at an Opioid Startup”, del periodista Evan Hughes, que sirve como base a la película.
En definitiva, “El negocio del dolor” es una película entretenida, ágil e incluso atractiva, pero que no logra captar en su dimensión completa esta historia. Algo que no habría resultado tan importante si no estuviéramos hablando de un hecho real.