Los Premios Nobel de Literatura, siempre lo he pensado, tiene varias virtudes, no todas compatibles entre sí. Me explico: en ocasiones, premian a un autor que cierto consenso, cierta admiración generalizada, hace que se tome al galardón de la Academia Sueca como un merecido reconocimiento, algo que tiene su contrapartida con la injusticia que sienten (que sentimos) a veces cuando a escritores notables no les pasa ni cerca por cosas que van más allá de sus letras. El caso Borges es, en este punto, paradigmático.
Otra de las virtudes, tal vez relacionadas con esto último, tiene que ver con algunas elecciones insólitas o movidas por cierta demagogia, por cierta adulación que ni siquiera tiene que ver con lo literario, sino casi siempre con lo político. Ahí están el ridículo Nobel de Literatura que ganó Winston Churchil en 1953 o el por lo menos curioso otorgado al cantautor Bob Dylan en 2016. ¿Por qué esto sería una virtud? Porque nos invita a la polémica y a pensar en realidad qué poder de canonización literaria tiene este galardón.
Finalmente, creo, la principal virtud es la de la develación: esto sucede cuando, gracias a un Nobel, llegamos a conocer a un autor al quizás sin esa exposición nos hubiéramos perdido. Valgan como ejemplos recientes Kazuo Ishiguro, Alice Munro, Tomas Tranströmer o la enorme Wisława Szymborska.
En el caso del Nobel que acaba de recibir Jon Fosse estamos, creo yo, ante la última de las virtudes: este premio nos exhibe a muchos a un autor que tiene mayor reconocimiento en los países nórdicos, algo del mismo en Europa (como dramaturgo, es uno de los más representados) y uno muy modesto en esta parte americana del mundo.
Sin embargo, Fosse tampoco era un ignoto para nuestro país. De hecho, la editorial Colihue reunió una antología de sus piezas para escena bajo el título La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, volumen que puede encontrarse en librerías a un precio razonable ($6.000). También llegan algunas ediciones importadas de sus novelas, principalmente Trilogía (que reúne tres títulos), y El otro nombre, la primera de siete partes de Septología, la monumental autobiografía que este autor escribió a lo largo de 1.200 páginas sin un solo punto aparte.
Heredero de Henrik Ibsen (el mayor autor noruego, también dramaturgo), Fosse sin embargo tiene un punto de contacto con otro autor del que no sería desacertado decir que es un continuador: Samuel Beckett (Nobel de Literatura en 1969). Ese teatro del silencio, con personajes que campean la soledad de un mundo difícil de alcanzar con las palabras, ha tenido también algunas puestas en escena en Buenos Aires, entre ellas Winter, La noche canta sus canciones, El hijo y Un día de verano.
Con el Nobel en la mano ahora nos toca a nosotros, los lectores curiosos, saber si este noruego es tan universal como Ibsen y capaz como él también de llegarnos a lo más hondo.