El anochecer del cinco de enero era el único de todo el año en el que mi hermano y yo estábamos ansiosos por irnos a la cama. De chicos dormíamos en la misma habitación y ya acostados -esa única noche- apretábamos fuerte los párpados para dormirnos rápido. Queríamos que la noche pasara acelerada y despertar justo a tiempo para revisar los regalos de los Reyes Magos sobre nuestros zapatos.
Funcionaba exactamente al revés; la ansiedad nos jugaba en contra y era el día menos indicado para un sueño veloz. Representaba un desafío más intenso para nuestra madre, que estableció la tradición de contarnos un cuento para inducir la calma que necesitaba para ir a cenar tranquila con papá. Sentíamos su perfume inconfundible justo antes de escuchar sus pasos sobre el piso de parquet en nuestro cuarto. Apagaba la luz, acomodaba nuestros cubrecamas, repetía alguna de nuestras historias favoritas -de un repertorio conciso y muchas veces reiterado- y se despedía con un beso.
La víspera del seis de enero, justo antes de acostarnos, se sucedían esos clásicos preparativos que a mi hermano y a mí nos agitaban tanto que nos atropellábamos para preparar el agasajo a los Magos de Oriente y sus exóticas cabalgaduras. Desde su sillón favorito en el living, mi padre nos veía correr al jardín para arrancar pasto fresco que dejaríamos a los camellos y sugería divertido una copa de vino tinto y galletas con queso fundido -Adler mejor, decía- para Melchor, Gaspar y Baltasar. Mamá nos recordaba que era indispensable dejar zapatillas -impecables, aclaraba-, como indicador de que ahí encima podíamos encontrar regalos a la mañana siguiente.
Hubo uno de esos amaneceres en el que nos alteramos más que de costumbre, cuando fuimos por los juguetes que habíamos encargado por carta. Mi hermano despertó y saltó expulsado de la cama en dirección al living -donde habíamos depositado comida, agua y nuestros calzados-. Volvió corriendo al cuarto con su pelo lacio revuelto y los ojos desorbitados. -Se comieron y tomaron todo, pero no hay regalos ni están nuestras zapatillas, me soltó sin pausa para tomar aire.
Algo estaba increíblemente mal. Efectivamente no había rastros de las Topper tennis celestes -las de fiesta-, que habían quedado justo entre el pasto y el fuentón con agua, debajo del sillón de dos cuerpos. Nos miramos desesperados y se nos heló la sangre. Los Reyes esta vez se habían avivado y decidieron castigarnos. Tenemos que dejar de pelearnos por pavadas -pensé angustiada-. Nuestras discusiones y tironeos infantiles ahora tenían una consecuencia gravísima. Nos habíamos quedado sin juguetes, ¡y sin zapatillas! No había indicios de que nos hubiésemos portado peor ese año que cualquier otro, como para justificar semejante represalia. Dejarnos sin regalo era fulminante.
Estábamos a punto de llorar cuando mamá apareció en camisón. -¿No buscaron en el jardín?, señaló camino a la cocina, restándole importancia a la frase. Miramos a través del ventanal y ahí estaban nuestras zapatillas, los dos pares juntos. Sobre ellos no había juguetes, pero debajo se alzaba un tobogán de madera reluciente, con sus bordes verde manzana. Se parecía a los que escalábamos en las plazas cercanas. A lo largo de los años no lo usamos tanto como tobogán; sí como rampa para jugar con una tortuga con la que jamás nos entendimos. Tan mal la pasó con nosotros ese animalito que no sólo nos mordió, sino que apenas vio una oportunidad huyó a través de un túnel desde nuestro jardín hacia la libertad y no la vimos nunca más.
Hubo otros días de Reyes en los que debían visitarnos en la playa. Partíamos alrededor del dos de enero hacia alguna cabaña en el Bosque de los Romeros, a pocas cuadras de la Playa Amarilla, en Concón, Chile. Alrededor de mis ocho años, el día del viaje, vi sobresalir del baúl de nuestro auto una especie de cilindro envuelto que no entraba bien y quedaba cruzado debajo de las valijas. Tenía un extremo mal disimulado en el que se adivinaba un caño rojizo con un regatón de goma negra. Cuando descargábamos pregunté qué era eso y mi madre me dio una respuesta evasiva -que parece que fue efectiva-, porque olvidé el asunto.
La mañana de Reyes buscamos nuestras sorpresas: para mí un libro, siempre un regalo acertado, en cualquier circunstancia. A mi hermano le dejaron unos zancos de caño rojizo. Esa tarde los niños volvíamos de jugar a los flippers -el paseo obligado después del baño-, mi padre saboreaba un pisco sour con almendras saladas y escuchaba a Frank Sinatra entonar “I’ve got you under my skin”. Me quedé sola con él, lo miré fijo a sus ojos -que en ocasiones son marrones, a veces verdes y otras grises-, y le dije que tenía que preguntarle algo. Empezó entonces un extenso interrogatorio acerca de la magia de esos Sabios de Oriente que siguieron la estrella de Belén hasta el pesebre donde había nacido el niño Jesús. Luego de batallar durante unos minutos con respuestas endebles que no resistían una repregunta, y ante la evidencia de los zancos mal disimulados en el baúl del auto, mi padre se rindió y me reveló la verdad -no sin antes pedir mi silencio para mantener la ilusión de los más pequeños de la Tribu familiar y asegurarme que la tradición de regalos el seis de enero continuaría por muchos años más, también para mí-.
Para mitigar mi decepción al día siguiente fuimos a pasear al centro de Viña del Mar, y en una de sus galerías -que tenía las únicas escaleras mecánicas que había visto en mi vida- me compró mi primer reloj de verdad para enseñarme a leer la hora. Tenía un fondo celeste sobre el que se recostaba el Chapulín Colorado: las agujas eran sus brazos; la que apuntaba a los minutos era el que sostenía el chipote chillón amarillo.
Fue la confirmación de que ya no había marcha atrás, no podía desconocer lo que sabía ni recuperar la inocencia del día anterior. Nunca más pude escuchar a Frank Sinatra sin sentir ese gusto a desencanto detrás de la garganta.