La palabra “vate”, según el diccionario de la Real Academia Española, es sinónimo de poeta, es decir, “persona que compone obras poéticas”. Pero en una segunda acepción, que se relaciona con “vaticinio”, significa también “adivino, vidente, augur, profeta”. Es interesante detenerse un momento en este último sinónimo -profeta- porque en su acepción de “hablar en nombre de otro” (prophêtês: formado por “pro” = antes, “phemí” = yo hablo y el sufijo “tes”, agente) nos habla de alguien “inspirado”, que hace gala de un don divino.
En varias culturas, como la celta, el vate tenía un carácter sagrado, del mismo modo que el augur en los antiguos cultos romanos. Modernamente, la concepción del poeta vate nos remite a corrientes estéticas como el simbolismo, cuyos representantes, comenzando por Charles Baudelaire, aspiraban a erigir la poesía en instrumento de conocimiento, capaz de captar las verdades absolutas, que solo podían ser obtenidas por métodos indirectos y ambiguos. Así, el poeta (al igual que en el romanticismo) se convierte en un “visionario” que se mueve en los lindes entre lo real y una dimensión oculta, espiritual e ideal, solo expresable a través de recursos como la metáfora o el símbolo.
Este largo exordio puede servirnos para ubicar a J. Enrique Acevedo en su contexto: la lírica mendocina de las primeras décadas del siglo, posromántica y modernista, y arrojar algo de luz sobre este poeta, que no publicó sino poemas y textos dispersos en varios diarios y revistas de la época y sin embargo, era conocido como “el vate”.
Había nacido en Mendoza en 1887 y falleció en la misma provincia en 1954. Fue colaborador del diario Los Andes y de algunas publicaciones mendocinas de vida más o menos efímera, como La Lectura, de la que se publicó un número en 1916, de Horizontes, que apareció entre octubre y diciembre 1918 y de La Semana; Revista Mendocina, esta de mayor duración, de la que fue director junto con Ricardo Tudela, según dato aportado por Gloria Videla de Rivero (Revistas Culturales de Mendoza, 2000, p.184).
También aparecen colaboraciones suyas en Nueva Era: el poema titulado “Estrofas”, aparecido en el n° 3 (Año I, Mendoza, 2 de julio de 1907) y un soneto endecasílabo, “Soberbia”, publicado el 15 de agosto de 1908, en el n° 11 (Año I, 15 de mayo de 1908.
En la revista Sabatinas, antecesora de La Semana; Revista mendocina, en una interesante sección titulada “Epístolas hiperlíricas”, firmada por “Félix Fusta”, se realiza la semblanza de varios escritores, entre ellos Acevedo. De él se lee lo siguiente: “Si te ves en apuros, este puede salvarte. Si vas muerto en la parada, él te levantará. Maneja la ironía que es un encanto […] Es un estilista de trazo certero; como crítico es justo […]” (Año I, n° 1, 18 de abril de 1931, [s. p.]).
La revista Mundo Cuyano (Año I, N° 44, 1924) lo presenta como uno de “los viejos bardos que le cantó a las viñas y a la cordillera de los Andes” [s. p.]. Participó en la bohemia mendocina de los años 20 y 30, junto con César Ponce, Miguel Martos y Méndez Calzada, entre otros. Fernando Morales Guiñazú se refiere a él como un poeta “de gran justeza técnica” (1940); Vicente Nacarato, habla a propósito de Acevedo de un poeta “conceptista” y Pedro Corvetto, en su obra “Mendoza pulsada por sus hijos” se refiere a él y publica su poema “Ruinas de San Francisco”.
Según Arturo Roig, se mantuvo al margen de corrientes “vanguardistas y pasatistas” y aferrado a una estética de la que da testimonio, por ejemplo, el texto publicado en Los Andes (1 de enero de 1933) en el que, como señala Morales Guiñazú a propósito de su obra, expresa “su admiración y afecto por la musa de Rubén Darío y del maestro Leopoldo Lugones” (1940).
Así, por ejemplo, Acevedo manifiesta en el texto citado que “Esa condición esencial que reclama todo poeta, corazón y talento, no se necesita en estos tiempos de la neo-sensibilidad, para componer versos y publicar volúmenes, y lo que es más interesante, para conquistar lauros”. Irónicamente, señala las carencias del nuevo arte vanguardista –”corazón y talento”, dones esenciales del verdadero poeta- y agrega un reproche a los poetas que “pasan ante el amor y la belleza con una frialdad de dioses imperturbables”.
Por el contrario, el sentir de Acevedo poeta está más cercano al romanticismo, en su exaltación del sentimiento, tal como se pone de manifiesto en los escasos poemas a los que he tenido acceso y sobre todo, en la queja por la incomprensión del mundo, tema que se reitera y que lleva al poeta a proclamar su inclaudicable vocación de artista, tal como se expresa en el remate del poema “Soberbia”: “A mí nadie en el mundo me anonada / esgrimiendo mi pluma como espada / y escudando mi vida con mi pluma” (Nueva Era, n° 11, 1908).
La crítica de Acevedo se extiende virulenta a todos “los poetas de hoy [que] prescinden por lo general de su personalidad recóndita para ‘versificar’ sus ideas”, pero también se particulariza en algunos de ellos a los que -creo- alude en el texto periodístico. En efecto, cuando habla de “La nueva, la fresquita sensibilidad, la retozona de hoy, la que resucita a Abel para ubicar bellos poemas sobre la chimenea”, está aludiendo sin duda a “El poema de Abel o 40 canciones sobre una chimenea” (1932) de Juan Bautista Ramos. En efecto, este libro permite ver la evolución poética de Ramos hacia un vanguardismo con acentos muy personales, que despunta en algunas imágenes originales.
Y cuando Acevedo se refiere a quien crea “la greguería picaresca”, sin duda está haciendo referencia a quienes se inclinaban al cultivo de esta modalidad caracterizada por Ramón Gómez de la Serna como “ingenio + metáfora” y que también fue propia de este tránsito de la poesía mendocina hacia el vanguardismo.
Paradójicamente, la tendencia repudiada por el poeta terminó por imponerse, siquiera parcialmente, y este texto, según Nelly Cattarossi (Literatura de Mendoza; (Historia documentada desde sus orígenes a la actualidad) 1820-1980. 1982, Tomo I, p. 172), significa la despedida del modernismo en Mendoza. El título mismo del texto publicado en Los Andes es significativo por la resonancia mitológica el término.
De todos modos, subsiste la incógnita acerca del por qué este J. Enrique Acevedo, autor de tan escasa obra conservada, haya sido erigido en “vate”, es decir, poeta por antonomasia. Seguramente, la razón debe estar en los corrillos de esa bohemia periodística y poética de las primeras décadas del siglo XX, de la que tan poco conocemos.