Le tocó en suerte nacer en un departamento que ha sido pródigo en dar nombres para la literatura mendocina. San Rafael, la tierra que vio los primeros pasos de Alfredo Bufano (uno de los poetas mayores de Mendoza), o que acogió a otros como Fausto Burgos y Abelardo Arias (quien se consideraba nacido allí), también es la patria chica de Fabricio Capelli, uno de los narradores mendocinos más destacados de los últimos años.
Capelli, también poeta, ha dado pruebas de esa relevancia no hace mucho: en 2020, obtuvo uno de los más importantes reconocimientos nacionales al ser premiado por el Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos El múltiple Tubalcaín.
Ese libro, después de una larga espera y un recorrido particular, verá la luz en breve, justamente, a través del sello Factotum. “Son cuentos que siguen mirando a San Rafael, lo siguen involucrando desde múltiples aspectos, algunos más obvios, otros más secretos”, dice Capelli, sin olvidar su pertenencia.
Nacido en el departamento sureño en 1972, Capelli ha publicado La belleza del mal (2005), Manifiesto de la Neovendimia (2010, en coautoría con Paco Sabio y Melchor Montoya), Los perros mecánicos (2013) y Cuentos artificiales (2018). También formó parte de la antología de poetas mendocinos Promiscuos y Promisorios (2009) y de la antología de cuentistas mendocinos Esto no es un desierto (2024).
Ahora, a las puertas de la salida de su nuevo libro, Capelli se presta a una charla en la que se muestra reflexivo como siempre y maduro con respecto al verdadero valor que un premio literario puede dar a una obra, cuya mayor riqueza surge del trabajo constante y dedicado con la escritura.
—¿Cómo es tu presente tras la consagración nacional que pudo significar el premio del Fondo Nacional de las Artes?
—Hace poco leí el libro Mis premios de Thomas Bernhard y disfruté mucho su mirada cínica, en momentos hasta insoportable, pero muy divertida, respecto a los premios. En pocas palabras, valoriza sus premios solo por el dinero que recibe para comprarse un auto, pagar deudas o poder vivir por un tiempo sin tantos aprietos económicos. Si yo tuviera que relatar lo que significó para mí el premio del FNA, diría que me sirvió para dos cosas: la primera, para comprarme algunos libros. La segunda, para reconfigurar mi posición respecto a lo que significa verdaderamente escribir y también respecto a las valorizaciones del mercado editorial. ¿Por qué digo esto? Inmediatamente después del premio, mi expectativa inflamada por la espuma del premio me hizo alucinar que mucha gente estaría interesada en publicar el libro. Nada de eso sucedió. ¿Quizás porque estábamos atravesando la pandemia y el mercado editorial deprimido apostaba solo a lo seguro? ¿Quizás porque el FNA no es un premio que genere demasiado impacto en el interés editorial? No lo sé. Mis libros son de escritura rara, no se venden mucho. Lo que sí sé es que, a partir de ese hecho, que ahora agradezco, pude darme cuenta de que no vale mucho alimentar la ansiedad de la publicación. Habilita el muestrario de una sensibilidad que generalmente se juzga mal, un peaje que se paga por hacer cosas raras para gente normal. Es algo que puede darse o no, y en el extremo es irrelevante frente a lo que realmente brilla como una gema oscura: la soledad de la escritura, como un elemento imprescindible para visualizar ciertas zonas, ese momento en que se empieza a desarmar el yo, un ritual en que se empieza a destruirlo para crear un vacío que pide ser llenado.
—O sea que, a pesar de la demora en la publicación, esto no frenó la escritura.
—Al contrario. Así, alivianado, terminé una novela y otro libro de cuentos en estos cuatro años que pasaron. Libros de escritura expandida, experimental, reversionada. Hacia ahí va mi escritura, hacia alucinaciones cada vez más refinadas. Y surgió, como si de pronto se hilvanara un hilo, la posibilidad de publicar en breve El múltiple Tubalcaín. Un evento más, una tenue luz en la oscuridad de la noche. La escritura no se interrumpe ante esas distracciones, sigue.
—¿Y qué características tiene el libro premiado?
—La mitad de los cuentos de El múltiple Tubalcaín fueron escritos en los años en que viví en San Pablo (Brasil), de alta productividad creativa, supongo por la alta ingesta de café y caipirinha (risas). Ahí aparecieron las primeras versiones, que luego fueron corregidas muchas veces, ya que soy bastante obsesivo con ese trabajo de corrección. La otra mitad los escribí en Campana (Buenos Aires) que es donde vivo ahora desde hace más de 20 años. Son cuentos que siguen mirando a San Rafael, lo siguen involucrando desde múltiples aspectos, algunos más obvios, otros más secretos, como si la distancia hubiese funcionado como una óptica focal, como una forma de acercarme a ese lugar que ha dejado y sigue dejando trazas en mi formación como escritor. Mientras escribía entre rascacielos paulistanos o entre chimeneas industriales de Campana, yo estaba en viaje con Tubalcaín (que me lo presentó literariamente Abelardo Arias) entre las montañas y los álamos sanrafaelinos.
—Vayamos al principio. ¿Cómo comenzaste con la literatura y por qué?
—Hay eventos de iniciación, verdaderos o inventados, y yo tengo el mío. Fue con la lectura de El vizconde demediado de Italo Calvino. En un viaje en auto con mis padres y mi hermana, de San Rafael a Mendoza. Yo estaba terminando el séptimo grado y ya era un devorador incontrolado de libros. Por lo que, cuando apareció en mi casa el libro de Calvino (a través de un profesor, a través de mi hermana), de inmediato estaba en mis manos. Yo venía de las novelas de Julio Verne y mi concepción de la literatura era realista, aventurera, de submarinos, cohetes a la luna, náufragos en islas desiertas. Tramas racionales, y aunque en algunos casos rozando lo fantástico, siempre apoyadas sobre argumentos científicos. Y aparece el vizconde. Y al vizconde lo atraviesa una bala de cañón. Y lo divide en dos y la novela cuenta las aventuras de esas dos mitades. Y mi cabeza colapsó.
—¿Cómo es ser escritor en San Rafael, dada la condición particular del departamento dentro de la provincia y, luego, de la provincia en el contexto nacional? ¿Sentiste que hubo un contexto, un ambiente, que propició en vos la escritura?
—Para mí fue muy importante La Secta Literaria, un grupo que fundó Melchor Montoya y que me sirvió no solo como educación literaria, sino también intelectual. Y Montoya no solo tuvo la enorme voluntad de fundarlo, sino también la lucidez de finalizarlo, cuando el recorrido creativo que era capaz hacer el grupo se había completado. La importancia que yo le atribuyo no pasó solo por la posibilidad de publicar revistas y libros colectivos, sino por las interacciones entre los miembros, las discusiones estéticas, los desafíos experimentales que nos hacíamos, los festivales de poesía. Había una efervescencia mutua alucinante. Es inimaginable la fertilidad que existe entre la colaboración creativa. Con La Secta Literaria hicimos vanguardia sureña y esa postura era objeto de debate. Nos preguntábamos: ¿la vanguardia pierde interés si se autodesigna como tal? Dudábamos si nuestros textos debían camuflarse, o debían levantar alta la bandera de esa postura. Porque ser de vanguardia es estar a destiempo, en un presente para pocos y es un futuro irrealizable para la mayoría. No tiene nada de pretencioso preguntarse qué será la literatura y hacer el intento de traer ese será al es en que se escribe el texto vanguardista. Haber pasado por esos cuestionamientos valió la pena, porque siempre aparecen en el camino de los escritores que se alejan voluntariamente de las convenciones.
—¿Qué significa San Rafael para vos?
—San Rafael es mi Ítaca, después de un viaje que ya lleva 25 años fuera de la ciudad y que aún me mantiene alejado. Pero siempre San Rafael será la promesa de la llegada a un remanso.