Múltiples y conocidas son las diversas facetas del quehacer fecundísimo de Graciela Maturo (1928- 2024) en el ámbito cultural argentino e internacional: poeta de reconocida trayectoria, docente e investigadora, autora de libros de crítica literaria fundamentales para la comprensión de las letras argentinas y merecedora de prestigiosos reconocimientos, como el Premio Konex recibido justo en vísperas de su fallecimiento.
Quiero referirme entonces a un aspecto, quizás menos conocido, de su labor, y que tiene que ver directamente con sus años de residencia en Mendoza: la creación de la revista Azor. Ese órgano de difusión de inquietudes literarias extendió su labor entre 1959 y 1961, a través de la publicación de cinco números y la edición de varios libros (cf. Gloria Videla de Rivero. Revistas culturales de Mendoza, 2000, pp. 68-70), también con el sello editorial “Azor”.
Fabiana Varela, en una ponencia presentada en Congreso Nuevos Horizontes, Mendoza, noviembre de 2017, historia la trayectoria de esta publicación, surgida en el seno del grupo literario “Amigos de la poesía”, y dirigida por Graciela Maturo y Elena Jancarik, que “tendrá una breve vida, como corresponde a este tipo de publicaciones, pero cuya impronta en nuestra cultura local no ha sido menor”.
La investigadora señala asimismo que “la revista se asocia a una serie de publicaciones similares en otros puntos del país, estableciendo una especie de red poética que permite definir su existencia no sólo en términos locales, sino en relación con los derroteros de la poesía en las distintas regiones de la Argentina” (cf. Varela, 2017).
Es interesante el simbolismo del emblema elegido para presidir la revista y que figura en la portada a través de la viñeta que representa a un azor en su alcándara, obra del artista plástico Enrique Sobisch. Esta ave encierra una reminiscencia medieval, ya que se asocia con la cetrería, aunque el origen de esta práctica, consistente en la cría de aves rapaces para la cacería, es mucho más antiguo. De todos modos, fue practicada con asiduidad en la Edad Media por reyes y grandes señores.
Se relaciona así con lo aristocrático, pero también, por su asociación con el halcón, puede ser considerado como un símbolo solar, cuyas valencias significativas incluyen las ideas de fuerza, valentía, liderazgo, nobleza y, sobre todo, alto vuelo, lo que de algún modo podría relacionarse con la finalidad de la poesía en general, y de la revista en particular, entre cuyos objetivos (declarados por la propia Graciela Maturo en una entrevista realizada por Varela) figura el de estrechar lazos entre promociones distintas de poetas, poner en contacto a los poetas consagrados, especialmente Jorge E. Ramponi, y los creadores de la nueva generación.
De este modo, si bien no se confiesa directamente una filiación estética, sí se reconoce un magisterio. Y el sentido de la imagen escogida, de líneas simples y puras, se explicita en el brevísimo comentario de la contratapa del primer número, que señala: “Esta revista nació del fervor de un grupo de amigos reunidos en la apasionada cetrería del quehacer poético”.
La revista fue concebida como punto de encuentro y, de hecho, en sus páginas publicaron, entre otros, al propio Ramponi, Alfonso Sola González, Ricardo Tudela, Américo Calí… junto a Armando Tejada Gómez, Víctor Hugo Cúneo, y es destacable además la presencia de tres mujeres que constituyen el núcleo fundador, responsable de la puesta en acto de la iniciativa: la propia Graciela, Elena Jancarik (con quien Maturo compartió la dirección) y Fanny Polimeni, a quien Graciela Maturo en la entrevista citada califica como “buena poeta un poco más joven”, cuya obra, empero, no ha logrado gran trascendencia.
Otro de los objetivos que se proponía el grupo “Amigos de la Poesía”, responsable de la publicación, consistía en promover recitales poéticos, que se realizaban primeramente en la Biblioteca San Martín, pero que se replicaban en distintos puntos de la provincia, hecho destacado en una nota aparecida en la revista, titulada “Se extiende la acción cultural abarcando el mapa de Mendoza”, del 9 de noviembre de 1958: “En poesía, ¿de qué modo sino a través del libro de incursión aislada entraron los poetas mendocinos a la profundidad de la tierra que representan los departamentos? Ahora la comunicación es más completa, actual, viva a través de Amigos de la Poesía” (cf. Varela, 2017).
De los colaboradores incluidos en la revista algunos gozaban ya de reconocido prestigio; otros lo alcanzaron después, y seguramente la publicación coadyubó al reconocimiento de sus méritos; otros, no lograron mayor trascendencia; algunos, finalmente, como la propia Graciela, continuaron con una labor creativa sostenida a lo largo de los años, pero en cierto modo oculta por su monumental obra docente y crítica.
Lo que es interesante destacar también es que las fechas de arranque y finalización de la revista Azor coinciden con la publicación de los dos primeros poemarios de Graciela Maturo: Un viento hecho de pájaros, edición Laurel, Córdoba (Argentina), de 1958 y El Rostro, Montevideo, 1961, con prólogo de Carlos Mastronardi, reeditado por Ciudad Gótica, Rosario, 2007.
Precisamente de este último libro, en su primera edición, y de un ejemplar dedicado al poeta sanrafaelino Juan Solano Luis, “quien tuvo generosas palabras para algunas de estas líneas que intentan una aproximación a la poesía”, extraigo una breves líneas que dan cuenta del extraordinario don poético de esta mujer, a quien todos los que fuimos estudiantes de Letras en la UNCuyo, tanto le debemos, a través del magisterio directo ejercido a través de cursos, seminarios y conferencias y, sobre todo a la impronta que su extensa obra crítica dejó en estudios dedicados, por ejemplo, a la fenomenología y a la hermenéutica, a autores como Leopoldo Marechal, al movimiento surrealista en la literatura argentina y, en sus últimos años, a los estudios coloniales.
En el poemario mencionado, transido por la suave melancolía del fugit irreparabile tempus, leemos -no obstante- la esperanza de un regreso: “Volveré a los parajes que anduvieron mis pasos / entre piedras antiguas o entre muros / dulces, perecederos… / Acaso volveré, desterrada y ardiente / a mi jardín de hierro” (pp. 18-19). Segura trascendencia de una poesía aquilata en el sentimiento: “olvidada late la semilla / del corazón y un día se remonta / a su cauce dormido” (p. 17), acendrada en el pregusto de la muerte: “Hasta que solo quede de unos cuerpos que amaron / este yerto tesoro, la ceniza” (p. 28) y expresada, por sobre todo, en bellísimas imágenes.