Me gustaría iniciar con este aforismo: “Las leyes del mar no necesitan redactarse”. Con él quiero comenzar a referirme a un hombre para el que el espacio de que dispongo en esta columna, intuyo, será muy poco.
Y es que hablo de un hombre que destacó por su multifacética personalidad. Por su talento. Aludiré a un verdadero abanderado de las causas útiles. Para no malgastar espacio, trataré de referirme a él casi telegráficamente. Fecha de Nacimiento: 11 de junio de 1910. Nacionalidad: francés. Nombre: Jaques Ives Cousteau. Profesión: ¡qué difícil se me hace la respuesta! Porque fue oceanógrafo, investigador, inventor, director y protagonista de películas documentales.
Pero, sobre todo –y ya no como profesión– fue un hombre “doctorado en comprensión”, en la comprensión de sus semejantes.
Fue también oficial de la Marina de Guerra Francesa. Un domingo de 1937 Cousteau estaba en la ciudad portuaria de Tolón, Francia. Se internó entonces mar adentro en una lancha, se arrojó al agua y contempló por primera vez el fondo submarino con la única ayuda de unas gafas de buceador que llevaba.
Hasta ese día el hombre, para observar el fondo del mar, debía protegerse aislándose por medio de campanas neumáticas o escafandras blindadas. Pero Cousteau reencontró el milenario sistema del buceador, que se entregaba al mar a cuerpo semidesnudo y resistía a las grandes presiones.
Era ese el método que utilizaban en Hawái los pescadores de esponjas, de perlas, de coral. El problema consistía en tratar de respirar indefinidamente en el fondo del mar. Así que, enfrentado a ese desafío, Costeau inventó una escafandra autónoma. Tenía 27 años y había encontrado su camino, un camino difícil. Pero ya no querrá otro.
Cousteau comienza a filmar documentales. Y llega su obra cumbre en ese campo. Es un largometraje basado en una expedición de seis meses al Océano Indico. ¿El título? El mundo sin sol.
Con esa película, Cousteau gana un Oscar de la Academia de Hollywood. Pero él no quería quedarse con la sola observación del paso de la vida. Quería viajar en ella. Y por eso adquirió un antiguo barreminas, al que denominó “Calypso”. Lo reacondicionó como laboratorio ambulante. Medía 73 metros de largo y 7 metros de ancho.
A bordo de él, Costeau comenzó a hacer viajes por todos los mares del mundo.
Cousteau tenía 49 años cuando diseñó un platillo buceador de dos metros de diámetro, que llamó “Denise” y que le permitía sumergirse a 300 metros de profundidad con dos personas a bordo y también navegar a una velocidad de 3 kilómetros por hora. Este platillo poseía, además, equipo de filmación y potentísimos focos luminosos.
Años más tarde, Cousteau instaló una estación submarina en el Mediterráneo. Dos hombres pudieron permanecer allí una semana seguida. Uno de ellos fue su hijo Phillipe.
La labor tenaz positiva y silenciosa de Jacques Cousteau transformó a este alto, delgado y cálido oceanógrafo francés en un mito viviente. Después de muerto, sigue siendo un mito.
Él entendió que también el mar es un camino. Y ayudó a los hombres a conocer el fondo de ese mar, que es como enseñarles a conocer la vida, preservándolo, no envenenando las aguas y quizá colaborando para descubrir en ellas riquezas naturales aun no conocidas.
A Cousteau le tocó soportar el mayor de los dolores que puede tener un padre, perder justamente a su hijo Phillipe. Este falleció a sus 38 años, en 1979, en plena tarea oceanográfica, tras un lamentable accidente.
Pese a que hay dolores para los que las lágrimas no alcanzan, Jacques Cousteau prosiguió su tarea con más viajes, exploraciones y documentales, hasta que el 25 de junio de 1997 y recién cumplidos los 87 años dejó este mundo al que él, sin ninguna duda, le dio más profundidad.