“No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene ni anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
que tercamente se bifurca en otro,
que tercamente se bifurca en otro,
tendrá fin. Es de hierro tu destino […]
Jorge Luis Borges. “Laberinto”, en Elogio de la sombra.
El laberinto erigido en la finca “Los Álamos” de San Rafael es un homenaje a la amistad que la escritora Susana Bombal mantuviera con Jorge Luis Borges y, posteriormente con su esposa. Quienes arriban a esta atracción turística, ubicada en el distrito sureño denominado Cuadro Bombal, seguramente lo hacen atraídos en primer lugar por la fama del escritor y el deseo de tomar contacto con uno de sus símbolos predilectos, materializado según diseño de Randoll Coate, secretario de prensa de la Embajada Británica en Argentina en los 50, “asiduo lector, fanático de Borges y los laberintos. Amigo de Susana Bombal, a quien le pidió conocer a Borges, quien intercedió en dicho encuentro”.
Y como toda obra genial, este monumento vegetal comenzó con un sueño, que Coate transmitió a Susana y que finalmente materializaron sus descendientes, en particular Camilo Aldao (“Camilito”), sobrino nieto muy querido por Susana, que heredó sus pertenencias cuando la escritora fallece en 1991. Así, al examinarlas “en ese revisar sobre qué conservar y qué no, encontró la carta de Randoll a Susana contándole su sueño de hacer un Laberinto”. Y tomó la decisión final: la obra debía hacerse, según el proyecto de Coate y con la anuencia de María Kodama, a quien dona el proyecto. (https://www.laberintodeborges.com/pages/historia.html).
A través de un diseño de 8.700 metros cuadrados y realizado con plantas de boxus o buj, que encierra el nombre del escritor y el año de su muerte, entramos en contacto con sus principales temáticas: el tiempo, representado a través de esos relojes de arena que a menudo aparecen en los versos borgeanos, el infinito, el libro abierto que es, en su misma figuración, todo el laberinto, el bastón que lo acompañó en sus años de ceguera, junto un signo de interrogación que representa su permanente curiosidad por develar el secreto del universo.
Todo esto se puede apreciar panorámicamente desde la torre o mirador, de 22 metros, levantada a la vera del laberinto y que lleva el nombre de María Kodama.
La finca que alberga el laberinto es una histórica estancia mendocina; la casa fue construida en 1830 por la familia Bombal y originalmente sirvió como fuerte fronterizo. Luego de la muerte del padre de Susana, la madre y sus tres hijas se establecieron en Buenos Aires y la propiedad quedó -en cierto modo- abandonada, hasta que la propia Susana se encargó de su refacción.
Esta casa me encantó desde la primera vez que la visité, por el encanto que brota de sus casi centenarias paredes de adobe, levantadas sin cimientos pero capaces de resistir el embate de los siglos, y que aúnan el encanto de la antigua arquitectura mendocina con detalles muy al gusto inglés introducidos por Susana, como la galería pletórica de luz que permite, de algún modo, que el jardín “entre” en la casa.
Así, la visita para mí encerraba otro atractivo: acercarme a la intimidad de esa mujer espigada, de mirada lánguida y profunda, como abstraída y semi sonriente en su misterio, que nos contempla desde cada una de las fotos y retratos que de ella se conservan, y nos habla a través de sus obras, como la novela Los lagares, plena de elementos autoficcionales, desde la ubicación misma de la trama en un espacio que es, sin lugar a dudas, la misma estancia que hoy podemos recorrer, amoblada con los mismos muebles y con los mismos objetos que hoy se ofrecen a nuestra contemplación. O Morna, su obra teatral, originalmente escrita en inglés y titulada Green wings… y varias más entre novelas y cuentos.
Y ciertamente no me sentí defraudada en mi afán de conocer más a esta mujer destacada dentro de la cultura mendocina, porque, como señala Carolina Aldao Bombal, excelente anfitriona, que nos abrió las puertas de la que es ahora su residencia, Susana Bombal “es” su casa; en ella vive y se explica: en el sencillo refinamiento (valga la paradoja) que se respira en todos y cada uno de los ambientes, donde cada mueble y cada objeto cuenta su historia particular.
Allí, “encontré” a Susana, y sobre todo, en el recuerdo lúcido y cariñoso de Carolina, que me permitió enriquecer mi conocimiento de la escritora con detalles de algún modo nimios, pero que ayudan a conocerla en profundidad. Conocí un poco más a esa niña, huérfana a edad temprana, criada por un abuelo galés que había sido director de ferrocarriles y que hablaba solo inglés. Esto vino a dar razón, en mi semblanza mental de la escritora, de la soltura con que Susana manejaba esa lengua aprendida en su niñez y la prefería, incluso, para su escritura, hasta que -por consejo de Gabriela Mistral- se volcó al español aunque sin abandonar su pasión por la cultura inglesa, como se puede apreciar por la cantidad de periódicos británicos que se conservan en la casa.
Precisamente, fue esta afición común lo que en un primer momento acercó a Susana Bombal y Jorge Luis Borges, a través de conversaciones sobre literatura inglesa. El interés y las charlas dieron paso a una amistad que duraría toda la vida, una amistad profunda y de mutuo respeto y que se mantuvo a lo largo de los años, a través de reuniones en la Quinta “San Doménico” donde formaron un grupo de lectura de poemas y cuentos, o en el departamento de Susana, donde se reunían para tomar el té o almorzar.
Y quizás haya sido Borges el que en un poema a ella dedicado, en prenda de la admiración que le profesaba, mejor supo evocar el misterio de esta muer que parece atravesar los siglos:
Alta en la tarde, altiva y alabada,
cruza el casto jardín y está en la exacta
luz del instante irreversible y puro
que nos da este jardín y la alta imagen
silenciosa. La veo aquí y ahora,
pero también la veo en un antiguo
crepúsculo de Ur de los Caldeos
o descendiendo por las lentas gradas
de un templo, que es innumerable polvo
del planeta y que fue piedra y soberbia,
o descifrando el mágico alfabeto
de las estrellas de otras latitudes
o aspirando una rosa en Inglaterra.
Está donde haya música, en el leve
azul, en el hexámetro del griego,
en nuestras soledades que la buscan,
en el espejo de agua de la fuente,
en el mármol de tiempo, en una espada,
en la serenidad de una terraza
que divisa ponientes y jardines.
Y detrás de los mitos y las máscaras,
el alma, que está sola.