Corría el año 1915. Se estaba desarrollando la Primera Guerra Mundial. En Montevideo, Uruguay, una joven señora llamada Juana Fernández Morales, estaba preocupada. Su hijito, de sólo tres años, tenía una fiebre muy elevada. Decidió llamar al médico de la familia. Este recetó un medicamento y tranquilizó a la señora.
El médico era también escritor y además, director de uno de los más importantes diarios del Uruguay. Mientras atendía al chico, ante un llamado telefónico, la señora Fernández Morales, salió un minuto de la habitación.
Mientras el médico esperaba a que regresara, su vista se posó sobre una mesita de luz, encima de la cual había un poema escrito con una hermosa letra cursiva.
Al regresar la señora, el médico le consultó sobre el escrito que acababa de leer:
–¡Qué hermoso poema!, ¿quién es el autor? Me gustaría publicarlo en mi diario.
–A mí no me parece tan hermoso, doctor –respondió la mujer con cierta timidez.
–Discúlpeme señora. Yo lo encuentro bellísimo. Dígame, ¿quién es el autor?
El rubor en las mejillas de la señora Fernández Morales delataba a la verdadera autora.
–¿Lo escribió usted?
–Sí, doctor. Lo escribí yo –confesó, finalmente, la madre del niño enfermo.
Ese día comenzó la trayectoria literaria de Juana Fernández Morales, quien empezó a firmar como Juana de Ibarbourou. Ibarbourou era el apellido de su esposo, con el que ya está inserta en la historia grande de la poesía latinoamericana.
Desde el encuentro con el médico ya no se detuvo la carrera literaria de la autora, hasta alcanzar el Premio Nacional de Literatura de su país.
Ella fue la primera en lograrlo, el año en que se estableció, 1959. Un distinguido jurado literario se lo otorgó por unanimidad. Por ejemplo, escribió de ella Miguel de Unamuno, el eminente escritor español: “Juana de Ibarbourou escribe con una muy casta desnudez espiritual”.
En sus más de 30 libros, algunos traducidos a varios idiomas, revela su amor a la naturaleza y especialmente a la vida.
Canta con total autenticidad al sano y dichoso amor de los instintos, sin complicaciones ideológicas ni tristezas morales.
Escribe sus poemas con una sensualidad delicada. Ama y disfruta del amor, como una criatura salvaje y tierna simultáneamente.
Cree cabalmente en la belleza de las cosas: en la forma, el color, el sabor, el perfume y todo lo goza.
En sus libros –desde el primero; (Las lenguas del diamante, escrito a los 27 años), pasando por El cántaro fresco, publicado el año siguiente, y en el tercero, Raíz salvaje– aflora su limpia espontaneidad.
Juana de Ibarobourou Tuvo numerosas distinciones, pero valoró mucho el que obtuvo en Nueva York, en 1953, cuando tenía ya 62 años.
Y llegó el 15 de julio de 1979, día de su partida definitiva. Hasta muy poco tiempo antes, con sus casi jóvenes 87 años, seguía escribiendo sus poesías llena de vida, de sinceridad y sobre todo, de talento.
Porque la gente suele olvidar que los ancianos, también tienen presente. Con total lucidez, aunque no luchaba ya por avanzar, peleaba para no retroceder y se aferraba a la vida. Porque la sabía irremplazable.
En sus últimos días, ella seguía en la vida. Pero se daba cuenta que la vida, casi no estaba ya con ella. Fue en su tarea literaria y en su trayectoria humana totalmente sincera. Siempre supo que el disfraz de puritano, es el más artificial de los disfraces.
Sirva para terminar esta nota citar los versos de los finales de uno de sus tantos poemas. Este se titula Así es la rosa y concluye de esta manera: “Ni mi alarido hizo temblar sus pétalos / ni apagó su fragancia mi agonía. / Era la rosa, la perfecta y única. / Nada la detenía”.