Escribe E. Cansseliet en el prólogo al libro de Fulcanelli El misterio de las catedrales: ”¿Qué es la alquimia para el hombre, sino […] la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas? En los dos planos universales, donde se asientan juntos la materia y el espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una purificación permanente, hasta la perfección última”.
Indudablemente, toda catedral es un lenguaje, lenguaje de carácter altamente simbólico. Fulcanelli habla de ellas como “una vasta concreción de ideas, de tendencias y de fe populares, como un todo perfecto al que podemos acudir sin temor cuando tratamos de conocer el pensamiento de nuestros antepasados, en todos los terrenos: religioso, laico, filosófico o social” (pp. 52-53).
En un sentido similar se expresa el autor de un artículo publicado el 1 de junio de 2007 cuando afirma: “Ciertamente, los constructores medievales […] insuflaron en sus obras toda una serie de conocimientos y mensajes. […] Desde la concepción del edificio en un plano, pasando por su orientación o el trazado de su planta, todos y cada uno de los elementos de una catedral o una iglesia eran planteados cuidadosamente siguiendo unos esquemas cargados de simbolismo y de un conocimiento que en buena medida se había heredado de la antigüedad” (consultado el 12 de julio 2023).
También Samuel Sánchez de Bustamante, autor de La Catedral (1980), novelista nacido en Buenos Aires en 1904, pero radicado en Mendoza en 1962, parece sugerir una idea análoga, cuando el protagonista reflexiona para sí (esta técnica del soliloquio es uno de los principios constructivos de la novela): “La catedral era un mensaje místico de quienes querían hablar desde su tiempo al tiempo de otras generaciones que descendieran de su sangre. Hablaban con la evidencia de la piedra y la seguridad incontrovertible de una revelación…” (p. 161).
Ello parece dar también idea de un “mandato” que constituye el “destino” del padre del protagonista. un integrante de los “F. de H.” (Hermanos de Heliópolis): “Mi padre nunca hablaba de los trabajos de la Catedral […] Era algo como connatural en su vida y, además, como si la construcción de la Catedral fuera un destino que, en su vida, no tuviera ni siquiera la finalidad de culminar su construcción. Era como si viviera la Catedral, con una vida paralela a su existencia cotidiana” (p. 74).
Lo dicho abre la puerta a la transmisión generacional del mandato. En efecto, muerto el padre, el protagonista recibe un sobre misterioso confirmándolo, firmado por los “F. de H.”: “En v/manos depositamos de por vida la continuación de la obra porque así lo dispone y ha sido v/elegido por sus designios, que no discutimos y observamos” (p. 99). Es un deber inapelable: “Y ‘ellos’ habían decidido sobre mi destino, que era la Catedral” (p. 108), y que -suponemos- transmitirá también a su hijo: “Alrededor de Christian, desparramados, había pliegos y cartapacios abiertos. Frente a él había colocado, parados, como para sumergirse en la ilusoria realidad de sus perspectivas, unas láminas de Catedrales […] - ¡Margarita! -susurré-. Quizás a él también se le ha determinado su destino…” (p. 173).
Más allá de lo expresamente dicho, la novela misma parece sugerir, en su devenir, el proceso alquímico, desde el caos primordial que antecede a la fundación del pueblo y el comienzo de los trabajos de la Catedral hasta su concreción completa en un doble plano, transformación espiritual que el protagonista experimenta gracias al amor: “[…] sentíamos descender sobre toda nuestra naturaleza estremecida, la consagración definitiva de nuestro matrimonio […] Como si nuestro sueño de adolescentes se hubiera cumplido bajo el mismo cielo y frente al mismo sol descendido que nos había alumbrado en esa tarde como tantas veces nos alumbrara sobre el foso inamovible y eternizado de la Catedral que en él habría de levantarse” (p. 89).
Este proceso ha tenido sus momentos fundamentales, con reminiscencias claramente alquímicas, por ejemplo, la visita que la pareja realiza a la mansión de un misterioso personaje que bien podría ser Jacques Coeur, famoso alquimista medieval redivivo; allí, “En un rediente de la sala, observé unas hornillas con las puertas desgonzadas y un hormo de cerámica blanquecino, como un crisol ennegrecido. Por detrás de él se veía una estantería cubierta de frascos de porcelana con etiquetas grabadas a fuego con dorados y leyendas en latín”.
Sabemos que el crisol es elemento fundamental en la práctica hermética, y se asocia claramente con el fuego, denominado también “fuego de rota”. Según Fulcanelli, “la rueda es el jeroglífico alquímico del tiempo necesario para la cocción de la materia filosofal” (p. 76). Ahora bien, este “fuego de rueda” o “rotación cíclica del mercurio con objeto de multiplicar la Piedra, consiste en pasar por todos los regímenes, incluso el de Mercurio, tras disolver la Piedra” (cf. Fulcanelli, p. 76).
Pero es apenas el “Inicio de la concreción de la Obra”, ya que requiere de un segundo elemento, llamado “fuego secreto o filosófico”, el cual, “excitado por el calor […] hace girar la rueda y provoca los diversos fenómenos que el artista observa en su redoma” (p. 76).
Se trata, pues, de dos instancias. Si tenemos en cuenta que en las catedrales medievales el rosetón central de la fachada se denomina “rota” y que -según Fulcanelli- “representa por sí solo, la acción del fuego y su duración” (p. 76), comprendemos por qué en la novela de Sánchez de Bustamante, el protagonista tiene en dos ocasiones una visión similar. En el primero de los momentos, ante la catedral de Chartres, “después de unos instantes de contemplación muda y silenciosa, la roseta empezó a girar lentamente, con un movimiento casi imperceptible, como una rueda -una rota- misteriosa, mágica, que acompasaba nuestros pasos” (89).
Y luego de atravesar el denominado “laberinto de los artesanos” (en el capítulo homónimo) tiene una experiencia similar: “Esta es la ‘Roseta’, Maestro. Aquí la ajustamos y numeramos sus piezas para colocarla bajo el tímpano triangular […] Estábamos, en cierta manera, en el corazón del laberinto” (p. 152-153). Entonces, toda la habitación comienza a girar suavemente, del mismo modo que el rosetón de la catedral de Chartres y el protagonista siente “la presencia del Norte” en su corazón.
Cansseliet afirma que la práctica alquímica es “una técnica sencilla, y lineal, que requiere sinceridad, resolución y paciencia” y que apela “a la idea viva, a la imagen fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda elaboración filosofal o de toda aventura poética” (en Fulcanelli, p. 34). En este último sentido, podemos referirnos a la obra de Sánchez e Bustamante como el fruto logrado de una experiencia de alquimia creadora.