“Había también en los talleres, además de esos planos visibles y románticos que nos daban impresión de realizaciones, otros que no comprendíamos. […] Había un secreto en ellos. O era una clave que alguien de los que trabajaban sobre los tableros […] sería capaz de descifrar”.
Samuel Sánchez de Bustamante. “La Catedral” (“Las claves logarítmicas”, p. 60).
A primera vista, la historia narrada en la novela “La Catedral” de Samuel Sánchez de Bustamante es simple, y aparece resumida ya en las solapas del libro: “El relator, un niño, se desarrolla a la sombra de una catedral, que dirige su padre, por designio de quienes la proyectaron en la cuna de las catedrales. En la infancia conoce a una niña que será luego su novia adolescente y su mujer en la juventud y definitivamente descubre su amor […] La vocación vital del joven es la arquitectura”.
Pero esa aparente sencillez es engañosa, porque a poco que avancemos en la lectura van apareciendo elementos que la complejizan. Ante todo, nos asalta la duda: ¿la Catedral que preside toda la construcción novelesca es una realidad o solo una entelequia? O, más bien ¿es una construcción mental? Así parece insinuarse en varios pasajes: “Parecía como si la Catedral fuera surgiendo […] como una obra de duendes que trabajaban en las oscuridades indefinidas de la noche y el silencio” (pp. 74-75).
Aun los trabajos constructivos que se realizan en ella están teñidos de irrealidad, “Como si los obreros fueran fantasmas movidos por demiurgos escondidos en un sector de espacio y tiempo que no coincidía con el tiempo y espacio de la ciudad que se movía ruidosa y visiblemente alrededor de la Catedral. La Catedral y todo lo que le concernía como obra milagrosa era como un estrato no físicamente definido” (p. 112).
En realidad, la única concreción física completa de la Catedral la tenemos en los diseños que la prefiguran, envueltos también en un aura mágica: “El sol sesgado del poniente penetraba irisado por el polvillo que flotaba en el ámbito y daba a la fachada de la Catedral un resplandor dorado que la hacía aparecer como transparente y flotando sobre el mural que formaba con la muralla. Tenía una realidad de tal manera trascendente que nosotros habíamos perdido la escala de nuestra propia presencia y nos sentimos viviendo en esos instantes la realidad prodigiosa de la Catedral” (p. 64).
Con razón el autor del comentario de la solapa del libro alude a un “elemento mágico” que “ronda en el contexto de la novela” e “imprime a toda la narración un realismo mágico de enorme sugerencia”. Así, en un momento de intensa significación, y al influjo de la música, la Catedral se va configurando mágicamente en la percepción del protagonista.
Esta duplicidad de planos real / irreal, se corresponden con muchas otras oposiciones que el texto expone, en pasajes como el siguiente: “La catedral, eran dos obras simultáneamente: una construcción material y una edificación inconmensurable, inmaterial e inasible” (p. 118). Es, asimismo, “la culminación de una empresa complicada entre la materialidad humana y un convenio con el Señor” (p. 119).
Este carácter plantea al narrador en tanto artífice o responsable de la edificación de la catedral “problemas desconocidos que debía afrontar frente a aquellos compromisos combinados entre la obra del Señor -piedra y argamasa- y la creación de los hombres -espacios y naturaleza verde- paradojalmente” (p. 121).
Como consecuencia de esa dualidad (“Estábamos en las antípodas de un mismo problema”), se contrapone “la comprensión técnica de mis conocimientos de arquitectura.” (p. 115), es decir, el conocimiento que llamaríamos “oficial” o racional de la arquitectura en tanto arte y técnica de proyectar, diseñar y construir, con la tradición en cierto modo esotérica que implican los extraños planos recibidos, de los cuales es guardián e intérprete un misterioso personaje, llamado Micer Lot, que parece venir desde el fondo de los siglos: “En cada día de Micer Lot palpitaban muchos siglos. En cada articulación de Micer Lot había un canto de sapiencia. En cada hueso de Micer Lot había un ladrillo de la catedral” (p. 158), y que quizás podría considerarse como reencarnación de otro misterioso personaje histórico del siglo XV, como fue Jacques Coeur, o -al menos- alguien de su entorno (luego volveremos sobre ello).
De allí ciertas afirmaciones en cierto modo crípticas, como la siguiente: “Especulaba imprecisamente sobre el pensamiento que iba tan rápidamente hacia Aquel, que era el centro de su llamado místico y tan lentamente hacia la consecución de los fines materiales que le darían forma visible y útil para quienes ni soñaron lejanamente con ese conflicto entre lo humano y lo divino” (p. 130), que aluden a algo que el texto plantea de modo impreciso: la no concreción plena de la obra en un sentido material.
Esa idea de incompletud se debe al proceso constante de avances y retrocesos, que experimenta la edificación, responsable de una ambigüedad que el texto mismo se encarga de producir. En otras palabras, aparece una duda que tiene que ver con la culminación de la obra: no sabemos si llega a concretarse efectivamente o es solo una creación mental. Y aquí la relación entre realidad y ficción viene a auxiliarnos, sobre todo si tenemos en cuenta cuál es el referente indudable de “la Catedral” presentada en el texto, ya que -como postulamos y trataremos de demostrar luego, se trata de la catedral de La Plata.