Parlami d’amore, Leonó
Sorrento, provincia de Nápoles, Italia, marzo de 1950
—¡No te muevas!
La mano de Michele, dispuesta a espantar el mosquito que sobrevolaba a su alrededor, se detuvo en el aire cuando el grito de Eleonora quebró el silencio de aquella cálida noche de primavera. Ella arrugó el entrecejo.
—¿Qué ocurre? —inquirió, molesta porque no lograba trasladar al papel la expresión de fastidio que reinaba en el rostro de su modelo de turno.
Michele suavizó su semblante con una sonrisa seductora. Tenía parte del cuerpo entumecido después de permanecer tanto tiempo en la misma posición. Encima, desde allí, disfrutaba de una visión privilegiada de los muslos de Eleonora, que se asomaban por debajo de la falda del vestido, y le costaba mantener la distancia.
—Estoy cansado, Leonó —protestó el muchacho, moviendo un poco el brazo que tenía apoyado sobre el fardo de heno—. Cuando dijiste que nos veríamos esta noche, no pensé que terminaría con el cuello duro y las piernas dormidas.
Eleonora se contuvo para no reírse al ver la mirada de cordero degollado de Michele. Lo ignoró y trató de enfocarse en su dibujo. Cuando él comenzó a entonar el estribillo de “Parlami d’amore, Mariù”, no tardó en desistir de su intención de retratar al joven que le había robado el corazón.
—¡Qué linda estás, aún más linda esta noche, Leonó! ¡Brilla una sonrisa de estrella en tus ojos azules! —Michele se puso de pie y con pasos torpes se acercó a ella—. Dime que no es una ilusión, dime que eres toda para mí.
Eleonora cerró el cuaderno de bocetos y metió el carboncillo en el ruedo del vestido. El joven la sujetó de la cintura y no le dio tiempo a reaccionar. Danzaron en la penumbra de aquel cobertizo que los protegía de miradas indiscretas, mientras Michele seguía cantando para ella.
—¡Háblame de amor, Leonó! ¡Toda mi vida eres tú!
Aunque la voz de él no se parecía en nada a la de su admirado Achille Togliani, le ponía tanto sntimiento a su interpretación que Eleonora se sintió profundamente conmovida.
—Eres hermosa, mi Leonó —le susurró al oído—. Te amo tanto que me duele el pecho cuando te alejas de mí.
Ella suspiró. Cada vez se hacía más difícil verse a escondidas. Llevaban casi dos meses encontrándose en aquel viejo cobertizo, y el temor a ser descubiertos los acompañaba desde el momento en que llegaban hasta que se despedían para regresar a hurtadillas a sus hogares. Eleonora recostó la cabeza en el hombro de Michele y cerró los ojos para detener las lágrimas que pugnaban por salir.
Él se dio cuenta, entonces tomó el rostro de Eleonora entre las manos y la miró.
—Lo que nos pasa es demasiado bonito para ocultarlo al mundo —dijo, antes de sembrar de besos las mejillas sonrojadas de su amada.
Eleonora guardó silencio. Se sentía culpable; después de todo, si no podían gritar a todo el mundo que se querían era por causa de su hermano mayor. Domenico Ferrara, un hombre rudo y de pocas palabras, que se había convertido en un padre para Eleonora después de que perdieran a sus progenitores cuando ella apenas tenía seis años. La madre había fallecido por complicaciones en un parto prematuro, que también se llevó a la criatura que cargaba en su vientre. Un año después, cuando aún no se habían recuperado de la muerte de su madre, don Carmine, agobiado por la tristeza y embotado con alcohol, murió al caer de su caballo una fría noche de febrero. Aunque todos aseguraban que se había tratado de un accidente, Eleonora y Domenico sabían que Carmine Ferrara había encontrado lo que tanto buscaba desde el día que perdió a su esposa.
Michele le enjugó las lágrimas que comenzaron a rodar por las mejillas y sonrió.
—No me gusta verte triste. —Le rozó la boca con la punta del dedo y ella reaccionó, atrapándolo entre sus labios.
La respuesta de Eleonora fue la señal que él estaba esperando para dar el siguiente paso. Tomó su mano y la llevó hacia un rincón. Tuvo que soltarla un momento para quitarse la camisa y cubrir el heno con ella. Le indicó a la joven que se arrodillara. Eleonora obedeció sin decir nada. Sobraban las palabras. Los dos estaban plenamente conscientes de lo que deseaban y esa noche no había espacio para las dudas.
Ella se reclinó muy despacio mientras que con dedos temblorosos comenzaba a desabrocharse los botones del vestido. Michele, a tan solo unos pocos centímetros de distancia, no dejaba de mirarla. Deslizó hacia abajo los tirantes del pantalón y se recostó a su lado, con la cabeza apoyada en su brazo. Colocó una mano sobre la de Eleonora y la detuvo.
—Necesito que estés segura de lo que vas a hacer —le dijo, a sabiendas de que era su primera vez.
Ella sonrió.
—Quiero ser tuya, Michele.
El joven desabrochó el resto de los botones hasta que el vestido de Eleonora quedó tendido a un lado de su cuerpo. La ropa interior blanca resaltaba ante su piel tostada por el sol. Michele descubrió que las diminutas pecas que la muchacha tenía en el rostro se replicaban alrededor de sus pechos. Aunque llevaban un par de meses encontrándose a escondidas, él jamás se había aprovechado de ella. Se besaban, se prodigaban algunas caricias y él dejaba que Eleonora lo dibujara. Por las noches, en la soledad de su cama, soñaba con aquel cuerpo desnudo… y ahora ella estaba ahí, tendida a su lado, dispuesta a entregarse a él sin reservas.
Le acarició el vientre y lo sintió palpitar contra su piel. Cuando su mano descendió hasta alcanzar la zona de la entrepierna, Eleonora gimió. Besó su hombro mientras ella le acariciaba el pecho. Michele terminó de desnudarla y después se despojó de su propia ropa. Desprovistos de cualquier pudor y embriagados de placer, se exploraron mutuamente sin prisa alguna, deleitándose con cada rincón que sus manos y sus bocas iban descubriendo. Se amaron en silencio, con miradas inocentes y caricias torpes. En aquel viejo cobertizo, el sonido de sus jadeos solo era acompañado por el canto nocturno de las cigarras. (…)
La autora: Andrea Milano
Vive en Olavarría, Provincia de Buenos Aires. Estudió idiomas y se desempeñó como traductora y docente de lenguas extranjeras. Voraz lectora y apasionada de las letras desde pequeña, empezó publicando relatos en los medios gráficos de su ciudad hasta que en 2007 editó su primer libro. Incursionó en diversos géneros literarios, desde la novela histórico-romántica hasta el policial nórdico. Entre sus títulos podemos mencionar Pasado imperfecto, Corazón impostor, Lazos de silencio, Susurros desde el más allá, La reina de la noche, Mala semilla, Embrujo gitano, En brazos de mi enemigo, Alma gitana, Derramarás lágrimas de sangre, Hasta que te vuelva a ver y Para siempre en un instante. Escribió obras bajo dos seudónimos: como Sienna Anderson, Nomeolvides, Escondido en tu mirada y La sombra oscura de la duda; y como Lena Svensson, la saga de Greta Lindberg compuesta por La redención y la muerte, El cazador y la presa, El ángel y el infierno, La araña y la mariposa, El azar y la venganza y Greta y el misterio de los zapatos rojos. También participó de las antologías de relatos Ay, amor, Ay, pasión y Ay, pecados.