La marcha congelada, un cuento de Hernán Schillagi

Una niña llega de la mano de su mamá a una nueva casa, en un barrio extraño. De a poco descubre que el frío y la ausencia se parecen. De eso habla el autor en este cuento hasta hoy inédito.

La marcha congelada, un cuento de Hernán Schillagi
Guerra de Malvinas: fotos inéditas publicadas por la agencia Télam

Quisiera entender por qué se me ocurrió quemar el diario donde anotaba hasta el último detalle de mi vida. Una a una fui arrancando las hojas y las tiré al fuego de la salamandra. Tenía frío, es cierto, pero el pasado también se me había convertido en un bloque de hielo. ¿Por qué, entonces, me arrepentí a la noche siguiente cuando mis ojos lo buscaron como siempre para escribir?

Si empiezo a recordar, la primera vez que puse palabras en un papel para que otro las leyera no fue por mi propia voluntad. Tampoco conseguí ningún tipo de respuestas, pero no me importó. Algo tenía de inquietante y revelador esto de fijar ―letra por letra― la tormenta que se agitaba en mi cabeza.

Fue así: tenía nueve años recién cumplidos y caminaba hacia la escuela del barrio. Ese mismo barrio en el que, cualquiera que no lo visitara con frecuencia, se podía perder. Mi mamá llegó sola aquí, un invierno de finales de los setenta. Bueno, no tan sola, me tenía bien tomada a mí de la mano. Vio en la entrada un cartel con un mapa. Estaba todo apedreado y contenía el dibujo imposible de unos hexágonos que encastraban a la perfección. Visto desde arriba, el lugar no presentaba la cuadrícula tradicional que ordenaba a todos los barrios de la ciudad, sino que las manzanas daban forma a un panal incompleto, como una colmena perdida y despedazada luego de un viento fuerte. Cuando salía a andar por sus calles me daba cuenta de que cada acción o gesto, cada cartel o grafiti, cada placa o estatua, estaban al servicio de fijar en la memoria colectiva el paso triste que dejamos en este planeta. Por eso, mucho después empecé a ocultarme en la escritura de un diario íntimo, entre las líneas paralelas que registraban mi anomalía cotidiana, entre esas hojas blancas que necesitaban ser manchadas para decir algo.

No hacía mucho que mi mamá había comenzado a levantarse a la noche y peregrinar como una sombra por toda la casa. Escuchaba desde mi habitación cuando se llevaba por delante las sillas, o la mesita del living. Así que era la niña con más sueño de la escuela cuando llegaba a las siete y media de la mañana. Sin embargo, todo empezó ese día cuando la señorita Norma nos había tenido media hora en fila ante el hielo del amanecer, y repetía: «Distancia, firme; distancia, firme». Luego, un silencio más frío que el aire de mayo se nos metió por las orejas hasta hacernos doler los oídos. «Distancia, firme», otra vez, mientras recorría las filas sin prisa y hacía sonar sus tacones sobre las baldosas. A cada paso, se escuchaba crujir la escarcha y era un aviso de lo que se nos venía. Un tirón de pelo por acá, unas miradas amenazantes por allá, cuando no un empujón para enderezar la postura de algún niño tembloroso. Hasta que un sonido metálico comenzó a arrastrarse por los altoparlantes, plagado de palabras extrañas y voces chillonas: «Tras su manto de neblinas, / no las hemos de olvidar…».

A mí, por supuesto, cantar me ayudaba para todo lo contrario. Estábamos en guerra y cada día nos hacían entonar esa marcha incomprensible para que entráramos en calor de combate. Aunque también servía para distraerme de esta especie de lunar que ha enrojecido mi cara desde el primer día, esa mancha que nadie puede borrar de su mente, como esos carteles o grafitis, esas estatuas o placas. Yo estiraba el brazo para apenas rozar el hombro de mi compañera de adelante, pero bajaba la cabeza. Era una costumbre para que nadie notara esa nube de sangre al lado de mi nariz. «Firmes», escuché al lado de mi oído y un coscorrón no dejó que siguiera la marcha hasta el final. Quedé congelada por el dolor y la vergüenza.

Cuando los ejercicios militares de poca monta terminaron, la maestra nos hizo pasar al aula, nos pidió que sacáramos el cuaderno forrado de papel araña rojo ―el de Lengua― y trazó la fecha en el pizarrón. «Vamos a escribirle una carta a nuestros soldaditos», dijo con cara de preocupación; pero agregó con orgullo: «Ellos nos necesitan». El diminutivo me hacía acordar a esos muñecos de plástico verde que los varones traían para jugar en el patio. Un compañero preguntó si, además, se podía hacer algún dibujo. Se oyó un rumor de asombro cuando la señorita respondió que eso iba a encantarle a los muchachos: colores, palabras de aliento, que se iban a sumar a las colectas de chocolates, bufandas, mantas y pulóveres que los grandes estaban reuniendo en todo el país.

Me propuse redactar una carta para un combatiente de más edad, un teniente o almirante. Le pedía que nunca se sacara el casco y que se cuidara de las bombas, que su esposa y su querida hija lo iban a estar esperando para vivir en esa casa de pequeños arcos en la entrada, rejas bajas y un rosal en el jardín, que no se asustara por esa niña con la cara manchada que iba a salir enloquecida a abrazarlo. En la mitad de abajo de la hoja, hice una ilustración de la casita con las indicaciones para encontrarla dentro del barrio y una línea de puntos salía ondulante hasta un barco un poco averiado, pero que no iba a detenerse hasta llegar a mi puerta. De este modo, la primera carta imaginaria que le escribí a mi papá salió sin destino ni correspondencia.

Ese mediodía llegué corriendo hasta mi casa y le pedí a mi mamá que me comprara un cuaderno nuevo, uno para anotar palabras que no me exigiera nadie, ni siquiera la maestra. De allí en adelante, me quedó siempre esa misma sensación, que escribir era una resistencia inquebrantable ante una guerra que no podía entender.

Han pasado muchos años, décadas. No importa. Ayer mi mamá murió después de una enfermedad que la tuvo postrada por meses. Sus últimas palabras no fueron para mí; miró perdida hacia la ventana y nombró a mi padre, ese teniente o almirante imaginario que nunca encontró el camino desde los mares del sur.

Cuando después quise escribir esa jornada en mi diario, lo miré como algo inútil y ajeno. Las palabras no siempre nos definen, también pueden vaciarnos. Y yo había escrito durante toda una vida. En ese momento fue que sentí un frío inesperado, como un golpe en la cabeza; y decidí quemar el cuaderno. Sin miedo ni control, alimenté la salamandra hasta que se puso roja. El fuego bramaba adentro. Con furia abrí la puertita de hierro, acerqué un puñado de hojas y encendí solo la punta. Cerré y me dispuse a manchar el resto de la casa con esa tinta antigua y caliente: las cortinas, la mesa, los libros. Como un manto de neblina, el humo me hizo cerrar los ojos y salí entre las llamas. La casa ardió por horas.

¿Por qué me arrepentí de no tener mi diario a la noche siguiente? Escribir quizá sea una intemperie que no podemos elegir ni abandonar.

Hernán Schillagi: “El verdadero compromiso  es difundir  a los pares”
Hernán Schillagi: “El verdadero compromiso es difundir a los pares”

El autor

Hernán Schillagi (1976, San Martín, Mendoza). Es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado varios de libros de poemas, entre ellos, Primera persona (Premio Vendimia de poesía 2008). En 2011 editó en versión digital El dragón pregunta, relatos breves. Es autor de las novelas De los Portones al Arco (2013) y Los cuadernos de Gloria (Premio Vendimia de novela 2017). Su último libro de ensayos se llama Biblioteca suelta (2023).

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA