En la nota anterior referida a los estudios “iterológicos” (la mirada de los viajeros sobre un territorio determinado) mencionábamos, con Nicolás Dornheim la constitución de una “región iterológica” que incluye tanto la ciudad de Mendoza como la Cordillera de los Andes. El investigador citado, verdadera autoridad en el campo de los estudios de literatura comprada expone una serie de tópicos que suelen abordar los viajeros en sus textos y que se condicen con las observaciones de Robert Proctor en “Narraciones del viaje por la cordillera de los Andes”; en la nota anterior nos referimos a sus apreciaciones acerca del aspecto urbano general del ciudad, que le causa, en general, una muy buen impresión.
También compone el viajero algunos apuntes acerca de los alrededores de la ciudad, que también le resultan atractivos: “Todos los alrededores de Mendoza están regados; y durante mi estada no dejé de ir a los viñedos de uvas negras y blancas. Están dispuestos de la misma manera que nuestros plantíos ingleses de lúpulo, mientras pequeñas acequias bañan las raíces de cada fila” (1920: 44). De ese modo, se hace eco de otro tópico descriptivo que suele aflorar en los textos referidos a Mendoza, desde el período hispánico: la construcción de un auténtico “locus amoenus”, que contrasta con la aridez circundante.
Con respecto a la población señala que “las mendocinas son despejadas y donosas”; sin embargo, destaca los efectos perjudiciales del bocio como enfermedad endémica que las desfigura y que atribuye al hecho de “beber el agua de nieve que desciende de la cordillera” (45). A pesar de ello, considera a Mendoza “uno de los lugares más salubres del mundo, pues el aire es notablemente puro, y, por su proximidad a la cordillera, no tan caluroso como seria de otra suerte. Se encuentra especialmente benéfico para asmáticos y tísicos que van allí en busaca de salud” (45).
Pero a despecho de los atractivos que ofrece, Mendoza era en la época fundamentalmente un lugar de paso entre los dos océanos y transcurridos unos días en la ciudad, los viajeros se aprontan a continuar el viaje. A medida que se va alejando de la ciudad, el viajero reencuentra la aridez: “Dos leguas después de dejar la ciudad, el país es mero desierto arenoso, no humedecido por una gota de agua; lo que hace la marcha sumamente fatigosa para hombres y bestias, especialmente porque la superficie nivelada refleja los rayos solares con tal fuerza que produce calor casi insoportable. En todo el camino no se encuentra un árbol a cuya sombra el viajero chamuscado pueda refugiarse” (46).
La descripción es minuciosa en cuanto a la topografía del terreno, surcado por numerosos cauces sin agua, que –según aprecia- “en la estación [veraniega] debía precipitarse con fuerza enorme desde que dejaba rastros tan profundos de su paso” (47). Luego de pasar por Villavicencio, el camino asciende rápidamente y se intensifican los riesgos, de modo tal que el narrador no puede “menos que admirar la firmeza y sagacidad de las muías eligiendo los lugares más seguros para pisar: se detenían a menudo para ver la manera de salvar una grieta o alcanzar la roca del otro lado, y apoyándose firmemente en las patas traseras, tanteaban con las delanteras si podían tocar fácilmente el punto que tenían que alcanzar” (48).
Sin embargo, la majestuosidad del macizo andino y su áspero atractivo provocan en el viajero una impresión particular: “Es situación muy pintoresca en conjunto, con tres lados del valle amurallados por las montañas más altas que se conciban, con picos cubiertos de nieve, que ofrecen vista quizás sin igual en cuanto a grandiosidad salvaje comparada con cualquiera del mundo” (50). En todo momento, nos ofrece una vívida pintura de lo contemplado: “Los gritos del arriero para animar o reprobar a los animales son incesantes entretanto y se repiten por el eco de los cerros estériles en todas direcciones. En conjunto es espectáculo inconcebiblemente salvaje” (49).
Precisamente, uno de los atractivos del relato de Proctor es su capacidad para animar las escenas, dotándolas de sonido y movimiento. Quizás sus observaciones no tengan la profundidad científica de las de Darwin, pero se muestra como un observador atento que, con mirada de “turista”, capta el detalle pintoresco, por ejemplo esas “Crucecitas de madera, aquí y allá en la ladera, [que] revelan el destino de algún pobre desdichado que ha sido aniquilado de esta manera” (52).
Todo coadyuva a sobrecoger el ánimo el observador, creando una sensación de arrobo casi fantástico: “El sitio en que paramos por la noche era grandioso y tremendo, lecho seco del torrente que, aunque con poca agua, bramaba a cierta distancia, mientras las enormes montañas, que aquí se acercaban muchísimo, levantaban hasta el cielo sus cabezas sublimes. La luna silenciosa, entretanto, esparcía brillo claro y plácido en el valle profundo que nos rodeaba, y distribuía masas enormes de luz y sombra sobre rocas fantásticas” (54).
Al respecto, Víctor Gustavo Zonana en un capítulo titulado “Puente del Inca como paisaje”, incluido en “Literatura de Mendoza; Espacio, Historia, Sociedad”, volumen coordinado por Gloria Videla de Rivero (2000), destaca el modo en que estos relatos de viajeros decimonónicos articulan diversas miradas: la mirada objetivista, la funcionalista, la pintoresquista… en su descripción del paisaje andino. Señala asimismo, la síntesis entre “naturalidad y sublimidad” que alcanzan estas visiones; de este modo se otorga al recorrido “[…] un sentido ascensional, que señala la unidad entre lo terrestre y lo celeste y confirma la sublimidad del paisaje” (267-268).
También Teresa Giamportone, autora de una abundante bibliografía acerca del paso de extranjeros de distintas nacionalidades por Mendoza, indica que “Los viajeros en su recorrido estaban expuestos a vivir distintas circunstancias, en algunas ocasiones podían ser sorprendidos por misterios y maravillas, mientras que en otras, se presentaron penurias y dificultades, que debieron superar y soportar para poder concretar su objetivo previsto” (http://www.historiademendoza.com.ar/noticias_historicas.php?id=13).
De ese modo, en sus relatos se compone un relevamiento exacto y a la vez espiritualizado de la zona cordillerana, pleno de contrastes y sugestiones: “El valle que habíamos pasado estaba lleno de bellas cascadas y torrentes precipitándose de los cerros y estrellándose contra inmensos bloques de granito desparramados como si una convulsión violenta de la Naturaleza los hubiera arrancado de sus cauces naturales. Estos torrentes semejan a lo lejos riachuelos de leche, pues, como saltan de roca en roca, el agua es blanca de espuma y contrasta lindamente con la superficie obscura de la montaña. El agua es muy buena y clara como cristal aunque sumamente fría” (56).