En 2024 se conmemora el centenario del fallecimiento del escritor checo Franz Kafka, ocurrido el 3 de junio de 1924, en Kierling, Klosterneuburg, Austria. Kafka había nacido en 1883, en Praga, entonces perteneciente al Imperio Austrohúngaro y actual capital de la República Checa o Chequia. Indudablemente, como afirman todos los que han tenido ocasión de conocerla, es una ciudad mágica.
Las leyendas recorren las calles de Praga, al amparo de los viejos muros de piedra. Quizás rondando el barrio judío con sus sinagogas y su más que centenario cementerio, todavía pueda verse al Golem, la mítica criatura alumbrada por el rabí Judá León, cantado entre otros por Jorge Luis Borges: “No a la manera de otras que una vaga / sombra insinúan en la vaga historia, / aún está verde y viva la memoria / de Judá León, que era rabino en Praga. // Sediento de saber lo que Dios sabe, / Judá León se dio a permutaciones / de letras y a complejas variaciones / y al fin pronunció el Nombre que es la Clave / […]”.
Y si seguimos caminando por las tortuosas callejuelas de la Malá Strana, el barrio antiguo de Praga, es posible que demos con la casa que según la tradición habitó el Doctor Fausto, ubicada en las cercanías de la Plaza de Carlos, al lado de la Puerta de Diezenhofer, que da al jardín de la iglesia de San Juan en la Roca, y en la que -también si creemos a la leyenda- se firmó el pacto más famoso de la historia y de la literatura, y siguen aún ocurriendo extraños sucesos.
El encanto legendario de la ciudad es inseparable de la escritura de Kafka, que escribió en lengua alemana una obra trascendente, la cual señala el inicio de la profunda renovación que experimentaría la novela europea en las primeras décadas del siglo XX. Franz Kafka dejó definitivamente atrás el realismo decimonónico al convertir sus narraciones en parábolas de turbadora e inagotable riqueza simbólica: protagonizadas por antihéroes extraviados en un mundo incomprensible. Así, sus novelas reflejan una realidad en apariencia reconocible y cotidiana, pero sometida a inquietantes mutaciones que sumergen al lector en una opresiva y asfixiante pesadilla, plasmación de las angustias e incertidumbres que embargan al hombre contemporáneo.
Tal atmósfera cautivante es la que recrea la escritora Susana Tampieri, nacida en Buenos Aires en 1934, pero radicada en Mendoza hasta el momento de su muerte, acaecida en 2020, en su novela Nadie muere del todo en Praga (2002), una verdadera joya de la narrativa mendocina, por más que la fama de la autora se haya cimentado más bien en su dramaturgia, con obras multipremiadas como Cantando los Cuarenta, la más conocida, que alcanzó 30 años en cartel y fue distinguida por la Asociación de Actores de Mendoza por gozar de la aprobación de los públicos durante tanto tiempo; además fue representada en Tel Aviv, Israel, en el marco de un encuentro de teatro argentino-israelí en 1993.
El texto novelístico de Tampieri está puesto explícitamente bajo la advocación de Kafka, y la razón hay que buscarla en primer lugar en estas citas del texto: Praga es “mucho más bella de lo que había supuesto” (p. 10). Además, permite la asociación literaria, porque es “la capital secreta de Europa […]. Y esa cualidad sigilosa es la que pervive en Kafka”. Así, “Luego de tantas invasiones extranjeras, lo secreto y misterioso debe ser como una segunda naturaleza para los checos” (p. 36) y eso es lo que impone el recurso al modo fantástico para narrar una historia que, en última instancia, un relato de amor.
Y también de perduración, como la misma ciudad y los avatares de su historia sugieren: “Nadie estaba muerto en Praga. Nadie. La habitaban seres de carne y hueso tanto como fantasmas tangibles, que hasta proyectaban sombras en las paredes. Nadie muere del todo en Praga. […] En el barrio judío, la famosa sinagoga Pinkas, tiene sus paredes íntegramente cubiertas con los nombres y apellidos de cada uno de los judíos que asesinaron los nazis, escritos en rojo y negro” (p. 40).
Se va desplegando así una constelación que incluye la idea de la inmortalidad y el eterno retorno, junto con la temática amorosa ya aludida y una serie de símbolos de la tradición universal: “Regresa con un estuche que contiene un regalo: es un dije pequeñito […] Representa una serpiente que se muerde la cola. - ¿La eternidad? –le pregunto” (p. 113). “Hicimos un mundo en siete días –le contesto-. Afortunada tú: ‘amore, che nullo amato amar perdona’” (p. 114).
También como tema subsidiado, pero relacionado, puede mencionarse la lucha por la libertad, tan relacionada con lo que es hoy Chequia; así, en la novela de Tampieri se alude a los gobiernos opresores, de cualquier signo: se juega con el título de una novela de Kafka, El proceso, para hacer referencia a la Argentina, pero también se recuerda a las víctimas de la opresión comunista en Checoslovaquia. Y por supuesto, el régimen nazi.
Esta temática se relaciona con la referente a la palabra y la escritura, porque “La palabra, sobre todo la palabra escrita, siempre ha sido perseguida en nuestro país” (p. 37). Y esto se debe por sobre todo a su enorme trascendencia y su poder movilizador: “”Porque si el nombre de Dios es impronunciable, como dice Borges, es porque la palabra contiene la esencia. ‘El nombre es arquetipo de la cosa’. Y las palabras son la herramienta de los escritores” (pp. 94-95).
Entonces, esta narradora en primera persona, protagonista femenina cuya autopresentación recuerda mucho a la propia autora (cierto parecido físico, el amor por la literatura y la relación con el teatro), emprende una aventura, con ribetes fantásticos, en tiempo y espacio, para anudar nuestra Mendoza con la Kafka de Praga, en un viaje iniciático. En él pueden encontrarse una serie de motivos fantásticos tradicionales: contaminación sueño / vigilia, sueños que se convierten en realidad; objetos mediadores; fantasmas; metamorfosis; criaturas irreales y acciones simbólicas.
Y en medio de todo, la presencia de Kafka, quien le va suministrando claves para el cumplimiento de la misión que él le ha encomendado, entretejida con el deambular por las calles de esa Praga de leyenda: “Mi encuentro con Kafka, en las calles de esa ciudad mágica, con un escenario grisáceo de película en blanco y negro. No sé en qué podía Kafka ayudarme a salir de mi drama, si fue incapaz de salir del suyo, pero la reiteración de nuestra cita, noche a noche, había desarrollado mi fantasía y alimentado mi obsesión. En mi primer sueño en Praga, Kafka esbozó una sonrisa agradecida. Estábamos en un café, cerca del Barrio Judío” (12).
El Golem