A noventa años de su primera edición, acaecida en 1934, “Los collados eternos” del poeta mendocino Alfredo Bufano (1895-1950) sigue siendo un libro que podría considerarse sin comparación en el concierto de la literatura argentina y aun latinoamericana contemporánea. Su singularidad está dada por el deseo de inscribirse en una antiquísima tradición medieval: la de las acta sanctorum, el relato de la vida y los hechos de algunas personas que la Iglesia Católica considera “santas”. El primer ejemplo podría encontrarse en la Biblia misma, en el libro titulado, precisamente Hechos de los Apóstoles y fue una tradición que se popularizó desde los primeros años del cristianismo.
Entre los autores de la Edad Media más sobresalientes por la fama y el prestigio que les proporcionaran sus escritos, ninguno alcanzó tanta gloria y renombre como Santiago de la Vorágine o de Vorezze, dominico genovés, quien con la compilación de vidas de santos llamada Leyenda Áurea cosechó durante más de tres siglos alabanzas muy grandes. Esta colección, escrita en latín en 1264, constó inicialmente de 182 capítulos y, reproducida en numerosos manuscritos, circuló durante dos siglos de mano en mano. En estos años los copistas, bien espontáneamente o bien por encargo, fueron añadiendo algunos otros capítulos, compuestos por autores cuyos nombres desconocemos, hasta completar los 240 contenidos en el códice que sirvió de base a la edición príncipe. Hagamos notar, de paso, que la denominación de “Leyenda” no tiene en este caso el sentido de relato fantástico o fabuloso, sino el de “obra para ser leída”. En cuanto al adjetivo “áurea” o “dorada”, es de carácter ponderativo y evoca el valor intrínseco o edificante de estos relatos, en referencia también al halo dorado con que los autores cristianos adornan el rostro de los santos.
Bufano fue un gran admirador de la cultura medieval: el castellano antiguo ejercía sobre él una fascinación de la que daba cuenta su amigo Américo Calí. Este, abogado de profesión y sobre todo, un gran bibliófilo, atesoraba una edición del más antiguo cuerpo legal conocido en España: las Siete Partidas, o simplemente las Partidas, cuerpo normativo redactado en Castilla durante el reinado de Alfonso X (1221-1284). Su nombre original era Libro de las Leyes, y hacia el siglo XIV de la era cristiana. recibió su actual denominación, por las secciones en que se encontraba dividida. La anécdota concluye con el regalo generoso que Calí hizo a su amigo, que pasaba las horas en su estudio dedicado a la lectura de este volumen.
Admirador de la cultura medieval y hombre de profunda piedad, Bufano debe de haber concebido el proyecto de narrar en hermosísimos versos esta colección de vidas de santos y religiosos, en primer lugar por la fascinación que le provocaba la idea de crear una obra con un regusto medievalizante que inmediatamente nos evoca la figura de poetas y clérigos como Gonzalo de Berceo (1196-1264), autor de la conocida obra medieval Milagros de Nuestra Señora. Berceo es uno de los retratados por el poeta mendocino: “Gonzalo sobre un atril / sus rimas está escribiendo; / su cuaderna vía enlaza / despacioso y circunspecto, / hasta formar un rosario / de amor jamás satisfecho. / ¡Para la Virgen, loores; / loores para el maestro”.
El denominado “juglar de la Virgen” es una figura conocida dentro de la tradición hispánica, pero no podemos decir lo mismo de muchos de los otros santos y santas que dan origen a los versos de Los collados…: San Boris, Santa Lutgarda, San Brendán… son figuras que despiertan nuestra curiosidad por el matiz exótico que sus nombres sugieren. Entonces surge la pregunta: ¿en qué ignotos libros se inspiró Bufano para componer sus historias? Esa es la cuestión que intenté dilucidar (sin conseguirlo del todo) en el estudio preliminar a la nueva edición de este libro, aparecida este año, y bellamente ilustrada por el artista mendocino Andrés Casciani.
De todos modos, no es imprescindible rastrear sus fuentes para gozar del encanto de estas bellísimas composiciones, en las que el personalísimo estilo de Alfredo Bufano espiga en la tradición los recursos más genuinos y perdurables, para darles cabida junto a sus propios modos de expresión.
En tal sentido, vemos que el mendocino entronca con una tradición que se remonta a la Edad Media y a los Siglos de Oro, a partir de una inclinación tanto literaria como temperamental. Como afirman sus biógrafos, y todos aquellos que lo conocieron, Bufano fue un gran lector de textos antiguos (cf. Videla de Rivero, 1983, p. 30). Además, en los años en que fue profesor de Literatura en la Escuela Normal de San Rafael, se familiarizó con los clásicos españoles descubiertos en sus lecturas de autodidacta: Berceo, Góngora, el Arcipreste de Hita, Quevedo, Lope, Santillana, Manrique y muchos más.
Pero el conocimiento que nuestro poeta tenía de los autores españoles no se detenía en el Siglo de Oro. Por el contrario, encontró entre los noventayochistas espíritus afines en esa captación amorosa de la naturaleza circundante, por más que en nuestro poeta no aparezcan las notas trágicas que singularizan la obra de muchos de los españoles de esa generación. De allí que también podamos rastrear su huella en estos poemas, como en el Romance de la Anunciación, donde el influjo lorquiano, aunque difuso, es especialmente perceptible: “Soledad de luna grande, / profundo aroma de estrellas, / quietud de viento dormido / sobre montañas enhiestas, / frescura de aguas inmóviles / de alucinadas cisternas; / verde penumbra tejida / con flores recién abiertas; / borroso huerto de estampa / adivinado entre niebla; / olor de cedros y pinos, / y un gran silencio de cera”.
El empleo del romance, el metro más tradicional de la lírica hispánica, acompaña perfectamente la materia narrada. Otro rasgo destacado del estilo de nuestro autor es la gran abundancia de imágenes sensoriales, correspondientes a todos los órdenes, de gran belleza plástica u honda sugerencia afectiva. Cabe reiterar, sin embargo, que al valor puramente plástico se une muchas veces una connotación simbólica, fundamentalmente de algunos colores como el blanco y el negro, a menudo utilizados en contrastes de gran sugerencia.