Innegablemente, Jorge Enrique Ramponi (1907-1977) es uno de los poetas mendocinos más destacados. Ante todo, comenzaremos por situarlo en el campo intelectual mendocino, vale decir, en el contexto estético-cultural en que desarrolló su vida y su labor creadora. El poeta nació el 21 de agosto de 1907 en Lunluta, Maipú, Mendoza, espacio que de algún modo reaparece en su palabra: “Mi infancia estuvo saturada de efluvios vegetales, vides, durazneros, nogales, cosa que nunca olvido” (Juan Pinto. Jorge Enrique Ramponi. Buenos Aires, ECA, 1963).
Entonces, podría considerarse como uno de los más jóvenes integrantes de esa promoción literaria que Arturo Roig (1966) denomina la “Generación del ‘25″ mendocina, integrada en general por hombres nacidos en general en las postrimerías del siglo XIX: Fausto Burgos (1888); Ricardo Tudela (1893); Alfredo Bufano y Draghi Lucero (1895); Alejandro Santa María Conill (1898) o Carlos Arroyo (1902), por citar sólo algunos. Promoción literaria en cuya diversidad temático-estilística Roig distingue las siguientes vertientes expresivas: el sencillismo regionalista de Alfredo Bufano, la narrativa de intención social o aun política, representada por Alejandro Santa María Conill, Carlos Arroyo o Fausto Burgos; la narrativa de inspiración folklórica, que ejemplifica tan acabadamente Juan Draghi Lucero y el intento de renovación vanguardista iniciado por Ricardo Tudela y que cuajó en el denominado “Grupo Megáfono”.
Precisamente en esta última línea podría ubicarse el inicio de la trayectoria poética del joven Ramponi, cuyo primer poemario se publica dentro de la “zona de fechas” que se establecen para la generación literaria mencionada. En efecto, “Preludios líricos” aparece en 1928, y de esta obra nos dice el propio autor: “Versos de extrema juventud, algunos respetuosos de la forma, clásicos […] Nacidos en el sentimiento, su origen es, por lo tanto, romántico, pero su realización se desarrolla en el sentido armónico en que el arte supone un orden o sentimiento, superación evolucionada de los puros estados emotivos” (Carta de Ramponi a Juan Figueroa. Citada por Juan Pinto).
Además, Ramponi participó del denominado Grupo Megáfono, tanto en la revista oral que fue característica del grupo como en la antología grupal, titulada “Megáfono. Un filme de la literatura mendocina de hoy”, que se editó posteriormente (1929). En el nombre del grupo, en el carácter de sus primeras manifestaciones y también en el subtítulo de la antología podemos encontrar algunos rasgos definidores de esta renovación vanguardista: el deseo de “hacerse oír”, de conmover la chatura provinciana utilizando los medios que la moderna tecnología de la época ponía al alcance de los noveles creadores.
Ramponi participó de la antología con los siguientes poemas: “Mediodía”, “Siesta”, “Imágenes para el ave del alba”, “Tormenta”, “Volantines”, “Verano” y “Oración para la novia muerta”, algunos de los cuales aparecerán luego reelaborados en su siguiente poemario, “Colores del júbilo”. Como podrá verse a través de la lectura de algún texto, como por ejemplo “Oración para una novia muerta”, que comienza “La soledad anega mi corazón de otoño. / Su recuerdo habla súplicas –idioma de los huérfanos / Y el corazón se curva de amor para ampararlo. / Las cuentas de su nombre me entorpecen la lengua [...]”, en realidad, se trataba de una vanguardia aun inmadura, mezclada con rasgos posrománticos, modernistas y posmodernistas, y que habría de cuajar, años después, en un decir surrealista que se desarrolla con entera propiedad en las décadas siguientes. Y es aquí donde se perfila con claridad la situación de Ramponi en relación con el vanguardismo mendocino, cuya historia es, precisamente, la de la evolución de la lírica ramponiana.
De todos modos, es importante destacar el carácter de apertura o portal hacia nuevos rumbos culturales que tienen esos años del 20 y el 30 en la vida mendocina, ya que comienzan a surgir una serie de instituciones, en varias de las cuales tuvo activa participación Ramponi: la Academia Provincial de Bellas Artes (1933), el Círculo de Escritores de Mendoza (1934), la Academia Cuyana de Cultura (1938), la filial mendocina de la Sociedad Argentina de Escritores y la Universidad Nacional de Cuyo (1942) o la Sociedad Mendocina de Escritores, presidida por Ricardo Tudela, brevemente, y luego por Alfredo Bufano, con Alejandro Santa María Conill (1953) como secretario, entre otras.
Surgen asimismo múltiples focos de cultura, como el taller de Don Gildo D’Accurzio y, por supuesto, gran cantidad de revistas en las cuales Ramponi colaboró, según la reseña que realiza Gloria Videla de Rivero: La Quincena Social (1919-1957) dirigida por Antonio Napolitano; Antena, revista de la nueva generación (1930) dirigida por Emilio Abril de orientación vanguardista; Cuyo-Buenos Aires (1931-1932); Huarpe, revista mensual de literatura (1930); Pámpano (1943-1944) dirigida por Abelardo Vázquez y un largo etcétera.
Una de las características salientes de las publicaciones nacidas con la vanguardia es la relación que se establece entre literatura y plástica. Y también en este sentido la figura de Ramponi es emblemática, no sólo porque se casó con la pintora Rosa Stilerman, a quien el poeta consideraba una de las mejores plásticas argentinas contemporáneas, sino porque fue Director de la Escuela Provincial de Bellas Artes durante quince años y cultivó la amistad de muchos otros artistas de la época, como Roberto Azzoni, Sergio Sergi, Lorenzo Domínguez, Julio Suárez Marzal, Vicente Lahir Estrella y su propio hermano Miguel Ángel Ramponi.
Como señala Gloria de Rivero: “La obra édita del poeta no es muy vasta. Una parte quedó inédita o parcialmente publicada. La tendencia a perfeccionar lo escrito, el temperamento melancólico de Ramponi, la vida en provincia, pudieron influir en esa limitación [...]” (1998).
En este sentido, y a partir de la palabra de quienes lo conocieron, surge un personaje muy particular: reconcentrado, casi fóbico, enemigo de los viajes... Thomas Simpson relata que, en ocasión de una vista a Mendoza, se alojó en casa del poeta, en una pequeña habitación que daba a los fondos de la casa. A medianoche, en medio de la oscuridad total, lo sobresaltaron dos ojos fosforescentes e inmóviles: eran los de un búho que poseía Ramponi. “El relato es significativo –comenta Gloria Videla- porque, para el poeta, el pájaro tenía un valor simbólico, representaba su misión: mirar en la oscuridad, bucear en el misterio nocturno”. Además, dice Simpson, existía un cierto parecido físico entre el poeta y el ave “que anuda entre sus cejas la tiniebla y el éxtasis”. La aproximación simbólica se hace explícita en “Los límites y el caos” (1972) donde Ramponi presenta al búho como ejecutor de un culto sombrío y al poeta, como mártir y oficiante de su liturgia poética.
Una primera estación está cumplida a través de esta somera aproximación a la ubicación de Ramponi en el contexto y el esbozo de su semblanza o retrato espiritual. En notas posteriores nos ocuparemos de su profunda significación poética.