No mira a cualquier lado, sino hacia allí. El Paseo de la Patria de San Martín tiene, como uno de sus principales atractivos, una enorme estatua que representa a Mafalda, el personaje eterno de Quino. Pero su enclavamiento es más que especial: de los al menos 180° que pudo elegirse para su posición, se prefirió que ella, a la que se representa como sentada sobre una pila de libros, mire fijamente al espacio donde está el edificio del Gobierno de ese departamento, que queda a pocos metros, en el mismo predio.
Es como si esperara que por allí adelante pasaran los que tienen la responsabilidad política de ser fieles a la patria esa a la que hace referencia el paseo. Para decirles con esos ojos representados que miran fijamente que hay alguien dispuestos a recordarles que debe primar la sensatez.
Tal vez la decisión de ese ángulo fue azarosa, u obligada más bien por designios de estética arquitectónica. Pero la suerte o la necesidad terminaron poniendo a Mafalda como una especie de vigía del poder público (que, de la comarca, puede simbólicamente trasladarse a toda una nación y luego, a cada una de las naciones del planeta).
Construida a partir del humor, de la irreverencia, de la incorrección política —¡la falta que haría una incorrecta para estos tiempos de vigilancia!—, Mafalda ha sido, para muchos de nuestra generación, un verdadero atizador de conciencias en formación.
Como lo era Sócrates (a quien llamaban “el tábano de Atenas”), Mafalda también fue desde su nacimiento esa niña-adulta, o adulta con disfraz de niña, que nos hablaba de cosas tan importantes como una guerra nuclear o la sociología de una familia, como de la injusticia de un juego infantil o el mal gusto de la sopa. Fue nuestra filósofa y sigue siéndolo, a 60 años de su primer trazo: queda en nosotros seguir disfrutándola, seguir atendiendo. Que notemos que ella está mirando fijo (desde una estatua, desde una reflexión) a aquellos que manejan nuestro destino.