Naatuchic, el médico, de Fausto Burgos, y la cultura toba

Los relatos que el escritor radicado en Mendoza reunión bajo ese título develan su origen como periodista.

Naatuchic, el médico, de Fausto Burgos, y la cultura toba
Naatuchic, el médico.

El pueblo toba, también conocido como qom, es una etnia que habita en las actuales provincias de Salta, Chaco, Santiago del Estero y Formosa. Como toda cultura ancestral, es depositaria de una larga sabiduría que aflora en sus mitos y leyendas, referidas a distintos aspectos de su entorno natural, como la que se refiere al origen del algodón o de las estrellas. En relación con esta, refieren los ancianos que en noches claras de invierno, pasada la medianoche, se puede observar en el cielo un grupo de estrellas que forman un dibujo: dos niños, dos perritos y un ñandú.

Esta constelación tiene su origen en una vieja historia toba que habla de dos niños que se alejaron de sus padres y se perdieron en la selva. Caminaron un largo trecho, alimentándose de raíces y frutos, y un día, al intentar cazar una paloma, esta les habló y les dijo que ella los salvaría de un peligro que los amenazaba. En efecto, al continuar su camino se encontraron con una vieja que se alimentaba de seres humanos y con los consejos de la paloma lograron matarla. Entonces, del pecho de la mujer nacieron algunos animales que no existían antes sobre la tierra y también dos perritos, macho y hembra, que a partir de allí se convirtieron en compañeros de los niños.

Todos juntos continuaron su camino y encontraron entonces a un pavo real que fue capturado por los perritos. Poco más adelante encontraron un ñandú, y como este era muy veloz, no pudieron alcanzarlo. Cuando llegó la noche, el ñandú levantó vuelo, y los dos perros y los dos niños volaron tras de él, y al llegar al cielo se transformaron en una constelación llamada N-Qua-Aic, que puede traducirse como “el camino”.

Esta leyenda no es en sí un mito puro, pues se ha fusionado con elementos de la cultura europea, pero conserva la imaginería propia de las creaciones aborígenes, de los relatos cosmogónicos del pueblo toba del norte argentino. Hacia esa zona viajó, a comienzos de la década del 30, Fausto Burgos, escritor tucumano radicado (Medinas, 1888- San Rafael, 1953) y de esa experiencia brota su colección de relatos Naatuchic, el médico; Estampas tobas (1932), tributaria de un interés compartido por varios autores que, dentro de los cánones de una poética realista, abordan la representación del indígena en la primera mitad del siglo XX, con la finalidad, a priori, de contribuir a un proceso de documentación, necesario para la constitución plena de la nacionalidad.

Burgos representa una nueva versión del regionalismo, surgida en los años 30 que, al decir de Eduardo Romano (1998 y 2004), no se afilia a ninguna de las poéticas nativistas vigentes: ni la del nacionalismo arcádico e idealizador, ni la dictada por los principios ideológicos del comunismo. Por el contrario, en su obra se advierte un tratamiento del tema del paisaje y, sobre todo, del hombre que lo habita, que se enraíza en su biografía y reconoce distintos matices según sea el ámbito geográfico evocado, y a través de un instrumento expresivo propio, con una aptitud muy especial para totalizar en pocas líneas una situación, para retratar un carácter con unos pocos gestos y palabras, para pintar un ambiente con unas pocas y ocasionales pinceladas.

Las páginas Naatuchic, el médico son fruto de su experiencia personal –el componente autoficcional es inseparable de la prosa narrativa de Burgos–, tal como se advierte en la dedicatoria “A mi querido amigo y comprovinciano, el notable pintor Antonio Gramajo Gutiérrez” y en las palabras siguientes, de tono más íntimo: “Cuando leas estas estampas tobas, te acordarás de la cálida tierra formoseña”. Entonces, estos relatos brotan de una experiencia vital: los viajes a Formosa para acompañar al artista tucumano mencionado. Gramajo Gutiérrez oficia como guía del escritor y también como mediador entre su curiosidad y los misterios de ese mundo nuevo.

Por otra parte, el subtítulo de “estampas” nos da cuenta del parentesco entre la obra del pintor y la del escritor, con connotación sugerentemente visual. En efecto, la descripción del mundo toba se fundamente sobre todo en una mirada atenta y detallista, pero que no ahonda demasiado en la interioridad del personaje representado. Por el contrario, son simples recortes de vida en los que un personaje ocupa de pronto el primer plano, destacándose del conjunto, para reaparecer luego, en otro relato, como figura secundaria, con lo que el volumen total adquiere cierta unidad. Las acciones se presentan en forma fragmentaria: no se da cuenta de ningún ciclo vital acabado y prevalece la ambigüedad acerca del desenlace de las historias narradas.

Ricardo Rojas, en referencia a las culturas originarias, apuntaba la posibilidad de que sean “como un libro que no supiéramos leer” [cit. por Romano]. Y esto en cierto modo es visible en la obra de Burgos: el narrador se mantiene en un discreto plano de testigo, su papel es más bien el de un cronista, aunque pueda en ocasiones trascender su simpatía hacia los personajes de sus relatos. En esa circunstancia del viaje residiría la posibilidad de vincular los textos con la labor periodística de Burgos, colaborador asiduo de importantes diarios de la época. De hecho, en las páginas de La Prensa apareció el 8 de abril de 1945 un texto que podemos considerar una reescritura de una de las páginas del volumen, titulado “Naatuchic y Catec”.

La brecha cultural no impide, de todos modos, que el narrador formule opiniones positivas acerca de los tobas, fruto de su experiencia, u oídas a otros personajes. Las figuras de esos tobas, aun en su pobreza y desamparo, son ricas en atractivo, como depositarios de una sabiduría ancestral. Es un mundo apenas bautizado por la civilización: muchos de los indígenas mantienen sus costumbres, sus trajes rituales: “sobre la cabeza un gorro de plumas de ñandú; en el pecho, a guisa de babador, una tela roja, salpicada de botoncillos de nácar; en los tobillos, sendos collares de uña de ciervo” [Burgos: 9] y sus ceremonias. En todos los casos, la visión es exterior, es como si ese “Centro” reiteradamente mencionado y que puede analogarse simbólicamente a la esencia del pueblo toba, permaneciese ignoto para el narrador y adquiriese una connotación mítica, como de un paraíso original de la raza:

Son dos mundos diferentes, parece indicarnos el narrador; los contactos entre uno y otro, si no esporádicos, son cuanto menos superficiales. El arte se ofrece como una mediación, como un intento de acercar lo ajeno, de penetrar sus laberintos. Así, algo más que el simple color local se busca en estas “estampas tobas”; lo pintoresco es solo una primera etapa de captación de ese mundo, que sin embargo permanece inasible.

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