Venga, m’hijita, siéntese acá. Ahí tiene en la mesa para cebar el mate. Sí. Hoy le toca a usted. Hoy se va a cebar usted los mates por primera vez. Sí, m’hija. Hoy no cebo yo. Hoy lo va a hacer usted solita. Y hoy no lo va a tomar con azuquita. Eso es para las niñas. Hoy usted tiene que crecer. Sí, usted sí sabe cebar. Esas son cosas que se llevan en la sangre. Son generaciones de mates amargos, de vidas amargas.
Yo sé que usted es chica, yo sé, pero nosotras tenemos un destino. Hay que tener la piel dura desde chica porque si no la vida a una le da las peores cosas y de sorpresa nomás. Una no se entera y ya está criando hijos con quince años, niña mía, y con la espalda doblada de fregar pisos para alguien que te paga cuando se le da la gana.
Por eso yo le digo que usted, que es chica, ya tiene que aprender a cebarse mate sola. Porque es chica, usted, pero no tanto, y tiene que aprender a cuidarse de los hombres, usted. Mientras más lejos, mejor. La pava ya está chillando. Sáquela del fuego con el repasador y cebe unos mates. Ahí le traigo yo las tortitas que hice. Usted tiene nueve años y los hombres la empiezan a mirar y se van a querer abusar porque algunos creen que porque una es chica y es pobre, no sabe nada y no tiene derecho a opinar ni a decir que no, pero nosotras, m’hija, seremos pobres pero somos decentes. Le está saliendo rico el mate. Un poco calientito, pero está bueno.
Cuando yo era chica, mi mamá, su abuelita, ¿se acuerda de la mamina?, trabajaba en la casa del señor Ortega Vélez, que el señor era doctor y la señora, como no trabajaba, estaba siempre en el club jugando a las cartas con las otras señoras que tenían las manos impecables como ella. Como él trabajaba en la casa, cuando yo tenía diez años, el doctor la mandó a la mamina a limpiar el patio del fondo, porque era larga la casa y tenía tres patios, tenía. Y cuando ella se fue, él dentró en nuestra habitación y me manosió toda y me abusó, m’hija. Y yo no le dije nada a la mamina porque creía que se iba a enojar conmigo, por eso no le dije nada, yo. Y no fue una sola vez: muchas veces la mandó el señor a la mamina a limpiar el fondo. Pero usted tiene que aprender que nadie se puede abusar de una, aunque una sea pobre. Tome, póngale más yerba, no vaya a ser que se le lave.
Por eso, el otro día, que la fui a visitar a la mamina al cementerio para hablar con ella, para pedirle consejos, la encontré ahí, limpiándose la lápida y quejándose de que ya no íbamos a visitarla. Y yo le pregunté qué hacía ahí que no estaba descansando. Y me dijo que no se podía descansar ahí. Y me dijo que se había enterado de lo que me había pasado con el señor Ortega Vélez. Me dijo que por allá abajo se escuchan tantas cosas y que por eso había salido, para encontrarme y para decirme que ya se había enterado y que yo tenía que hablar con usted para que a usted nunca la manosiara ningún hombre, m´hija. Acuérdese de tirar la yerba cuando terminemos con el mate, porque si no se le hacen hongos, si no.
Y usted es todo lo que yo tengo. Si me entero que a usted le hacen algo así, yo me muero. Yo mato y muero por usted. Por eso, aunque sea chica, yo quería decirle de esto y que usted sepa que no se tiene que dejar nunca. La mamina me dijo que yo lo tenía que hablar con usted porque nosotras tenemos un destino y tenemos que tener la piel gruesa desde chicas. Usted tiene que rezarle mucho a la virgen y tiene que tener los ojos abiertos siempre, hasta cuando duerme. Y no me diga que no se puede porque yo aprendí a hacerlo. Desde los diez años que no duermo completa yo. Duermo, no se crea, pero siempre con un ojo abierto, por las dudas.
Yo por eso le digo que usted tiene que decir que no y tiene que defenderse, m’hija. Con uñas y dientes si es necesario. Ahora estoy yo, pero no voy a estar siempre. Algún día, me va a venir a buscar la mamina y usted se va a tener que cuidar solita. Usted, m´hija, tiene que saber que los hombres no son buenos. Ay, mi niña, si yo me entero que a usted le hacen algo así, me muero. Gracias. No quiero más mate. ¿Por qué esa cara, m´hija? Es duro, pero es así la vida. Si usted no sabe de esto desde chica, le puede pasar lo mismo que me pasó a mí. Y yo ya le dije que si me entero que me la abusan yo me muero, la virgen no lo permita. Bueno, no me vaya a llorar ahora. Si no lloré yo tantas veces, no tiene por qué llorar usted ahora. Vaya, lávese la cara y acuéstese, que ya es hora de dormir una siestita.
***
La niña fue al baño y se desarmó en un llanto profundo y mudo. Tenía que hacer silencio porque si no… Se metió una toalla en la boca y gritó. A su madre no la mandaban a limpiar el patio del fondo pero sí la mandaban a comprar al almacén. Y ella no podía decir nada, porque su mamá era lo único que tenía en el mundo y si se enteraba de algo así, se lo había dicho varias veces ya, se le moriría. Y si ella se le moría, ya no tendría quién le dijera en quién se puede o no se puede confiar o cuándo el agua del mate está demasiado calientita, esas cosas importantes de la vida.
Sobre el autor
Leonardo Dolengiewich nació en 1986 en Mendoza. Es escritor y psicoanalista.
Tiene cuatro libros publicados: dos de microficciones (“La buena cocina” y “Colibríes feroces”) y dos de cuentos (“La gente no es buena” y “Cara de culo en el día de la madre”).
Desde 2016, coordina el taller literario “Con premeditación y contundencia”, dedicado al cuento y la microficción.