El debate parece jamás terminar: ¿es posible separar la obra del artista? Este dilema en el que las fuerzas de la moral, o el moralismo, y la valoración estética se tironean mutuamente no es nuevo ni exclusivo de este presente que parece estar atravesando Pablo Neruda.
Si coincidimos en que este debate no es nuevo, sí deberemos de reconocer que el caso del poeta chileno tiene características peculiares. La más importante es que la dicotomía o la discusión que sobrevuela hoy sobre su figura es nueva, a pesar de que las razones que se esgrimen para ponerlo en discusión son viejas y recién ahora parecen haber sido “descubiertas”.
Y es que hoy a Neruda se lo cuestiona por dos hechos, sobre los que nadie en su sano juicio se atrevería a discutir en cuanto a lo aberrante (una violación confesada, un abandono de una hija), pero de los que se tiene noticia mucho antes de que empezara a pensarse que hay que descartar al poeta por esas situaciones.
Lo que se suma a ese cuestionamiento es otro signo de época: la cultura de la cancelación, una forma más refinada, pero no menos cuestionable, de la censura, que ahora adopta la forma de las denuncias, la presión mediática, la amenaza del escrache no sólo para el poeta, sino para todo aquel que se atreva a reinvidicar no ya su persona, sino su obra.
A nadie hay que explicarle hoy en día que las obras están hechas por las personas, pero sí parece que vuelve a ser necesario entender que las obras sí son disociables de cualquier aspecto de aquel que las produjo, por un hecho crucial: su valor tiene que ver también con la relación con el lector, con la estética de su época, con la influencia que llevó al desarrollo de ese arte.
Y del mismo modo que hoy es indudable que la música del antisemita Wagner, el cine de la nazi Leni Riefenstahl o la pintura del pedófilo Gaguin son cruciales para sus respectivas artes, el poder estético de esas obras no dependen de el costado repudiable de sus autores, del mismo modo que no dependen de las manchas morales (pequeñas o grandes) que tengan quienes las juzgan o las disfrutan. El caso de Neruda es contundente: sin Residencia en la tierra, sin Canto general o incluso sin Veinte poemas de amor y una canción desesperada la poesía contemporánea sería mucho menos valiosa, tan grande es su influencia. Y no importa el autor: sus libros pueden leerse sin el nombre de Neruda en la tapa, e igual seguirían siendo obras maestras.