“Cómo quisiera cantarte,
¡Malargüe!
Bello trozo de mi tierra
Gritar a los cuatro vientos
Tu historia
Contar lo que aquí encierras”
Blanca García Alaniz de Fenoy. “Malargüe”, 25 de mayo de 2005
La historia de Malargüe es rica en episodios casi legendarios: sede de la quimérica Ciudad Dorada, añorada por los conquistadores hispanos; plagada de historias de riquezas o de tesoros ocultos como los del bandido Pincheira, legendario visitante de allende los Andes, que ha dejado huella en la toponimia (los bellísimos “Castillos de Pincheira”) y en el imaginario de la zona…
El novelista Oscar Chena, en “Atuel; El alma de la tierra” (2021) recrea así esta página de la historia malargüina: “El territorio tiene una historia intensa en sucesos, como aquellos que sucedieron entre 1817 y 1839, cuando esa comarca fue controlada por las huestes armadas de los Pincheira, una montonera que formaba parte de la corte realista para hacer frente a los independentistas. Los hermanos Pincheira -cuatro hermanos y dos hermanas […]- pretendían erigirse en un ejército monárquico y consideraban sus territorios como un estado independiente” (p. 7).
Finaliza la lucha por la independencia, devienen forajidos que “se dedicaron a saquear las provincias rioplatenses. Llegaron a reclutar a miles de hombres: gauchos matreros, restos de la soldadesca monárquica española, indios belicosos, mercenarios violentos. Dominaban como zona liberada un área que se extendía desde el sur mendocino hasta el río Colorado […] Las montañas ofrecían perfectos escondites, inaccesibles […] con cuevas y refugios semejantes a fortalezas espectaculares donde pernoctaban” (pp. 7-8), como el paraje conocido hoy como Castillos de Pincheira.
Pero su estrella se fue eclipsando: fueron derrotados en sucesivas escaramuzas y con la muerte de varios de los Pincheira empezó la leyenda: “que en las cuevas de los Castillos estaba escondida la enorme fortuna que habían amasado en varios años de robos” (Chena, 2021, p. 8).
También la zona sur de nuestra provincia fue escenario de hechos luctuosos acaecidos durante las luchas civiles, como la denominada “Traición del Chacay, que Alfredo Bufano evoca en uno de los “Romances históricos” de su libro “Presencia de Cuyo” (1940).
El suceso, que todos los documentos reseñan de un modo similar, es el siguiente: el entonces gobernador federal de Mendoza, Juan Corvalán, delega el mando en Pedro Molina y marcha al sur para aliarse con los indios y con el famoso bandido Pincheira, que asolaba por entonces las tierras sureñas con su ejército de forajidos; la finalidad perseguida por el gobernador mendocino era combatir a los unitarios, que a su vez avanzaban sobre Mendoza.
Algunas de estas negociaciones no están completamente claras para los historiadores, pero lo cierto es que al llegar al paraje Chacay, los viajeros son asesinados. Bufano recrea con gran intensidad y belleza plástica la escena: “Ronco alarido resuena / de pronto en el gran silencio. / Corvalán ya está cercado / con sus treinta caballeros; / cerco de muere y de sangre, / de horror y de vituperio; / cerco de fauces felinas / rojas de sangre en el tiempo”.
A la vez, el poeta aprovecha las calidades sonoras de los topónimos regionales para entonar su elegía: “¡Chacay de los grandes pagos, / de estos pagos malargüeños: / aún resuenas en las aguas / del Atuel y Llancanelo; / en los vientos poderosos, / en las quiebras, en los cerros, / en los montes y en los valles / y en el bronce de mis versos” (“Romance de la traición del Chacay”, en Poesías Completas, 1983, Tomo III, p. 852).
Existen historias que se relacionan con la denominada “literatura de fronteras” y que tienen que ver con la posición de Malargüe como avanzada de la conquista del desierto, jalonada por hechos como la Expedición al Desierto del General Ortega, algunos malones y ataques indios y, en general, la difícil convivencia fronteriza, tal como la que recrea Juan Draghi Lucero en sus “Andanzas cuyanas” (1968), narrativa con sólido fundamento histórico, que responde seguramente al manejo de documentación, a la frecuentación de archivos.
En estos cuentos, la historia se da formando un todo con el paisaje circundante: pasajes poéticos en los que la naturaleza se anima para expresar el drama del encuentro violento de dos razas y dos formas de vida: “De noche el dolorido mozo Vargas oía las quejas del viento palabrero que derramaba decires de tristeza, de lamentos, hasta chocarlos en los paredones del Ande. Era un vivo quejarse de la noche herida en los perdederos de la soledad... Otros vientos, los serranos, bajaban a los llanos con decires de consuelo. Lo cierto es que las viejas tierras indias cambiaban de dueños” (p. 25).
Otro testimonio interesante es el que nos suministra Manuel J. Olascoaga, participante en la Expedición al desierto y al que Arturo A. Roig, en su “Breve historia intelectual de Mendoza” (1966), describe como “un polígrafo que recorre con felicidad la novela, el cuento, la descripción geográfica, el drama musical e histórico, la historia narrada, etc.” (p. 38).
La obra que nos interesa en este caso es “El brujo de las cordilleras” (1895), cuyo subtítulo es por demás ilustrativo: “Crónica de las depredaciones de indios y aliados, en las poblaciones australes de Buenos Aires y demás provincias”: “La Pampa era un misterio impenetrable. Las poblaciones que vivían en su contacto soportaban las invasiones vandálicas con la misma resignación y criterio que se aguantan las tempestades del cielo” (p. 31).
La acción se traslada allende los Andes para retratar a este personaje, al que el narrador dota de un aura legendaria: “De origen mestizo, español e india; tenía casi dos metros de estatura […] habilísimo en cualquier género de intrigas y embustes” (p. 41). Fue en principio un mercenario “que había hallado el vínculo de acuerdo entre los bandos, arreando vacas unas veces por negocio de patriotas y otra por negocio de realistas” (51).
En cuanto a la denominación con que se lo conocía, se debe a sus propios ardides y las supercherías que inventaba para ganarse el respeto y la sumisión ciega de sus hombres, obediencia que luego aprovechaba para perpetrar sus crímenes: “Desde aquel día, el brujo Salvo fue una entidad mágica realmente seria: una omnipotencia para todas las chusmas del Sud […] lo que universalizó su prestigio fue saberse que en su calidad de brujo, no había otro que tuviese más decidida vocación por las depredaciones en la frontera argentina” (pp. 65-66).
Esta obra de Olascoaga, inclasificable por cuanto oscila entre el género histórico y el novelesco, nos ofrece una vívida crónica de un pasado violento que tuvo por escenario el sur mendocino, pasado de depredaciones instigadas por personajes del otro lado de los Andes, como este “brujo de las cordilleras”.