“Por el viejo camino silencioso /pasan sus carretas rechinantes, /empolvadas de estrellas y de auroras /los troperos que vienen de Malargüe. […] El viento rojo de las cordilleras, /helada fusta, ensangrentó sus carnes. /Y el sol, cardo tenaz de cien espinas, / cegó sus ojos de bruñido jaspe.”
Alfredo R. Bufano. “Los troperos de Malargüe”, en “Valle de la soledad” (1930).
La particular conformación del territorio malargüino determina las actividades económicas predominantes, que son la ganadería trashumante y la minería, y de ellas da testimonio la literatura. Veamos en primer lugar la visión, en cierto modo idílica, de Ricardo Tudela en “Dicha oculta”: “Un rancho en la cañada / oculto entre colinas; / una vertiente clara / y un jarillal que abriga. // Medio ciento de cabras / juguetonas y ariscas, / y el buen mastín que ronda / la majada que trisca. // El puestero no tiene / más cordial compañía / que el mastín y las cabras / en su vida sencilla” (“Poemas de la montaña”, 1924, p. 36).
Lo cierto es que la vida del puestero dedicado a la cría de cabras no deja de tener sus sinsabores y arduas faenas. Una de las más características tareas que supone esta actividad en la zona malargüina es la veranada, que Pero Corvetto describe así: “Como resulta algo utópico en esta región [tan vasta como son los valles cordilleranos] el pretender campos alambrados, es que los animales, aunque de diferentes pertenencias, pastorean en común en distintos y retirados parajes. Esto es lo que dan en llamar los lugareños la ‘veranada’, calificativo que tiene relación con el estío, en cuya estación se suelta la hacienda a los campos, pues cuando llegan los primeros fríos y con ellos las nevadas, obligan al retiro de aquella”.
Otra de las tareas es la denominada “recogida”: “Dos recogidas se realizan analmente: la una, generalmente, en el mes de enero, en que cada puestero aparta lo suyo y señala las crías habidas, como algunos ‘orejanos’ que se hayan venido deslizando; la otra, se efectúa a mediados de abril, a fin de trasladar el ganado a os puestos del noreste, ‘pa’ bajo’ -como dicen- para librarlos del rigor de la nieve que a tales alturas cae intensamente” (Pedro Corvetto, “Tierra nativa”, 1928, p. 45).
Fausto Burgos, en uno de los relatos de Nahuel (1929) se encarga de darnos a conocer uno de estos “puestos”, generalmente una choza sombría con un patio y un chañar y, adosado, un corral en el que “amontonados en una esquina, como adormidos, estaban unos chivatitos overos, castaños, blancos”; en cuanto al mobiliario, destaca lo relacionado con la actividad de trashumancia: “En el rancho había una cama de madera picada, y junto a ella, enhorquetada en un caballete, una montura de arzón chapeado y de estribos baúles” (p. 25).
En el puestero destacan sobre todo sus arrestos de jinete hecho a las largas travesías cordilleranas: “Venía el puestero a horcajadas en un pingo castaño; parecía ser el dueño de todo; el dueño de los montes, el campo, de las cabras, de los chivatitos. Sombrero haldudo, pañuelo al cuello, perneras de piel de cabra, bota de potro, cuchillo y boleadoras a la cintura y un porte altanero; como que no había bagual que no cayera cogido de su lazo” (Burgos, 1928, p. 26).
Similar estampa es la que nos brinda Bufano en “Puestero de Río Grande”: “Sobre el alazán tresalbo […] bajando del cerro / mientras la tarde en el río / quiebra fugaces espejos. // Luce chaqueta de huaso / y muy floreado pañuelo, / bombacha de gabardina y tamañazo sombrero. // Sobre la faja de púrpura / pone sus vivos destellos / la recia rastra de plata / con amplio escudo chileno” (en “Poesías Completas”, 1983, Tomo III, p.918.
En esta figura que “Un día cruzó los Andes / y se afincó en nuestro suelo”, pone el poeta de relieve una característica de la región, que en cierto modo podría considerarse transnacional, porque no se ciñe totalmente a las fronteras políticas y, al menos en lo étnico y cultural, muestra semejanzas de ambos lados de la cordillera (cf. al respecto Cunietti, Emma, 1999: “Habitantes de frontera en la literatura mendocina”, en Revista Universum 14, Universidad de Talca, Chile).
Un ejemplo cabal de ello es Iverna Codina, escritora nacida en el vecino país y radicada luego en Argentina, primero en Mendoza y luego en Buenos Aires, quien en su novela “Detrás del grito” (1968) cuenta la historia de un chileno arrojado al exilio malargüino “por un rechazo amoroso y social”.
Codina nació en 1924 y falleció en Buenos Aires en 2010. Nacionalizada argentina, inició su labor literaria como poeta, bajo el magisterio de Alfredo Bufano, que prologó su primer libro. Ejerció la docencia como maestra en la zona cordillerana. Además de la novela mencionada, puede citarse la colección de cuentos “La enlutada” (1966). En ambos textos, nos presenta un paisaje áspero y duro, en consonancia con la índole de sus personajes: puesteros, arrieros, mineros, contrabandistas, cuatreros, fugitivos de un lado u otro de la cordillera… seres marginales, fronterizos, que deben enfrentarse al medio en la lucha por la supervivencia.
Es además un mundo poblado de supersticiones y creencias ancestrales, que señorean sobre las mentes ingenuas y las arrastran muchas veces a destinos fatales: “Dicen que en la mina vieja, a la salida del pueblo, penan ánimas. Que de noche se oyen lamentos… que hace muchos años, cuando se trabajaba la mina, una mujer trajo la desgracia porque entró al socavón porfiando por el amor de un barretero” (1966, p. 31).
Cunietti señala la originalidad de Codina respecto de la construcción del sur mendocino como representación literaria, no idílica y plena de perspectivas económicas, sino como lugar de explotación y pobreza.
El tema de la minería es abordado también por Oscar Chena en “Agua dulce, agua amarga”, novela ganadora del Premio Municipalidad de la Ciudad de Mendoza en 2015. El libro se abre con una dedicatoria “Al pueblo de Malargüe” y este paratexto delinea al verdadero protagonista colectivo de la novela. En este mundo el espejismo del oro oficia en cierto modo como motor de la trama: esos “yacimientos auríferos envueltos en un manto de adversidades y desgracias teñidas de muerte entre los infortunados nativos y los atrevidos aventureros que se animaron a explotarlos” (2016, p. 5). Esta caracterización anticipa el tono de la narración y erige una oposición altamente significativa en relación con la citada cuestión minera: las paradojas de la vida del minero como son la alegría del hallazgo y la muerte (o al menos el peligro) que acecha en las negras profundidades.