Una larga espera entraña riesgos, hastíos y posibles pérdidas. Todo eso es lo que atravesó, de algún modo, The Cure entre los años que pasaron desde 4:13 Dream (2008) hasta su nuevo álbum de estudio, el flamante, oscuro y hermoso Songs of a Lost World, que los trae de nuevo no sólo a las bateas (físicas y electrónicas), sino también al mundo de la vigencia y al terreno de esos pocos elegidos que son capaces, aún, de dar obras maestras.
La banda inglesa, de la que Robert Smith es su epítome, ha regresado con este nuevo álbum, publicado en los primeros minutos del primer día de noviembre. Y lo ha hecho sorteando desafíos que cualquier banda que está bordeando el medio siglo de existencia debe atravesar: las demandas de vigencia, actualidad y, a la vez, de respeto a su identidad.
Todo parece haberse dado de manera natural. Desembarazado de esa metronómica manera de traer nueva música a sus oyentes que la venía caracterizando (recuérdese que a partir de los 90 publicaba sus discos cada cuatro años), se tomó 16 almanaques para esta nueva obra que, acaso, pueda anotarse entre sus discos más logrados, junto al selecto grupo que integran Pornography (1982), The Head on the Door (1985), Disintegration (1989) y Wish (1992).
Songs of a Lost World carga con el sino de la pérdida y de la tristeza, algo que, para empezar, combina a la perfección con las pátinas oscuras que lleva en sus genes la música de la banda que hoy integran Robert Smith (voces, composición, guitarra), Simon Gallup (bajo), Roger O’Donnel (teclados), Perry Bamonte (guitarra, teclados), Jason Cooper (batería) y Reeves Gabrel (guitarra). Un tono sombrío que, sin embargo, The Cure ha sabido diluir en diversas etapas de su trayectoria, pero que aquí aparece sin ocultamientos, aunque con los matices propios de un trabajo musical tan perfeccionista y delicado que contribuyen a una hipnótica oscuridad cristalina, si se permite el oxímoron.
Es a la vez, este disco, son estas canciones, verdaderamente las de un mundo perdido, tal como reza el título. Y es que, más que nunca, es el álbum un autorretrato de Robert Smith, su líder indiscutido. El cantante tomó esta vez las riendas totales de la composición, construyendo así un álbum para The Cure y a la vez personal. Un álbum en el que sus tragedias recientes (la muerte de sus padres y de su hermano), sus obsesiones eternas (la finitud de la vida, el hastío por la hipocresía, el oxígeno del amor) y su personal manera de convertirlos en música fuera de toda etiqueta, sea esta dark, pop, postpunk o rock, se alzan como principal seña de identidad.
La placa comienza justamente con Alone, un tema sobre la soledad de un hombre que contempla su propia vida con la mirada puesta a la vez en el pasado y en el exiguo futuro: “Esta es el fin / de cada canción / que cantamos / solos”. En este inicio aparece casi la clave de todo el disco: capas y capas de teclados, introducciones instrumentales largas, aunque no recargadas (muchas tienden a la quietud melódica y también rítmica). Alone sería un ejemplo extremo, en ese sentido, dado que se demora casi cuatro minutos hasta dar paso a la voz de Smith.
Tras las brumas de esa canción triste, aparece una oscuridad acaso más melancólica y dulzona, la de And Nothing is Forever, otro tema lento con mucha presencia de teclas y de guitarras, que dialogan entre sí para construir una súplica amorosa, justamente, contra la soledad que parecía imperar en la canción anterior: “Ya sé, ya sé / que mi mundo ha envejecido / pero eso no importa de verdad / si me dices que estaremos juntos”.
Llega luego la que quizás sea la mejor canción del disco y, por qué no, una de las más hermosas canciones salidas de la pluma de Smith y del engranaje sonoro de The Cure: A Fragile Thing. La canción, que constituyó (con Alone) uno de los adelantos del álbum, es tan perfecta como algunas de las más acabadas canciones históricas de la banda. Sobre un patrón rítmico que recuerda a las canciones de fines de los 90, el tema se construye a través de la melodía que los pianos van arrojando sobre el aire, mientras el bajo de Gallup resulta el sostén perfecto para una melodía vocal de irresistible encanto. El amor es otra vez el centro de la letra, y otra vez este es enfocado desde una perspectiva de madurez: la de alguien que advierte, ante un largo recorrido vital, que lo más precioso se encuentra justamente en esa cosa tan fácil de destruir que es el amor entre dos personas. Por eso merece ser cantado y reducido a una canción, frágil también, breve y contundente.
En Warsong regresa el clima sombrío que se anticipaba al inicio, subrayado por notas sostenidas de un acordeón sintetizado y un ritmo quebrado por baterías y guitarras divagantes. Aquí hay más ambigüedad en el aspecto poético, dado que Smith canta sobre una relación amorosa como un campo de batalla, pero a la vez esto puede ser traspolado al escenario de una humanidad siempre en guerra.
None: no drone establece un puente sonoro que a más de uno le arrancará una sonrisa. Aquí es donde The Cure parece, por un momento, fusionado con un célebre contemporáneo: Depeche Mode. La base electrónica, las guitarras expansivas y un estribillo enérgico y pegadizo, es también algo así como una ratificación de que el radio de acción que la banda ha ido construyéndose es rico y amplio, a punto tal que (más allá de los clichés) se siente cómodo en diversos registros.
Pronto el clima regresa a la melancolía de unas canciones más atrás con I Can Never Say Goodbye, una balada con pasta de hit. Estamos una vez más en ámbitos que nos recuerdan a Disintegration. El piano sutil, desplegado sobre un colchón de guitarras y teclados, prepara el terreno para un conmovedor poema que Smith canta desde el desgarramiento y el dolor por la muerte de su hermano: el dolor es la nota clave de toda la canción y así la aborda la garganta quebrada del cantante, que se arrastra hasta la última nota como si llevara el peso del cuerpo de su hermano muerto hasta la tumba.
All I Ever Am no se parece musicalmente a la canción que la precede, pero lo que Smith nos canta bien puede tomarse como una continuidad reflexiva del réquiem anterior: allí se confiesa, resignado, como un hombre construido por “todos los fantasmas y todos los sueños, / toda creencia que abracé, / todo lo que he sido / es de algún modo lo que ahora soy”.
El cierre es más que especial: Endsong es un largo excurso de 10 minutos en el que de algún modo se da la vuelta hacia el ambiente oscuro y letárgico de la primera canción, aunque esta vez cierta ira traducida en una batería en ostinato reconfigura las cosas. Hay algo de repaso amplio en la canción, que no deja de recordar en momentos a Disintegration, en otros a Faith: al cuadro general de The Cure, en suma. Es también un “hasta pronto” que quién sabe si será un adiós: pensemos que, si dejara pasar los años que transcurrieron hasta este disco otra vez, Smith tendría 80 años. Así que no es de extrañar que, aunque la música en sí no traduzca una derrota (a lo sumo, cierta ira), la letra esté empapada de amarga melancolía y la voz del cantante exprese el despojo de la vida a punto tal de considerar que, en este “mundo perdido”, él se ha quedado “solo en compañía de la nada”.
Los adalides del rock gótico, los maestros de la oscuridad, los campantes rockeros de la festiva desdicha, los dueños de canciones que en seis distintas décadas han soplado, como en una tétrica canción de cuna, al oído de varias generaciones, han vuelto, sí. Y lo han hecho para confirmar que, de tanto en tanto, una mirada oscura permite ver también los contrastes del mundo. Eso es lo que uno espera de las grandes obras y es lo que The Cure ha traído en el ocaso de este 2024.