“Me había acostumbrado a estar sola”.
- Suzanne en “Una canta, la otra no” (1977).
Amén de su ojo cinematográfico, ya fuera en películas o documentales, uno de los aspectos admirables del recorrido de Agnès Varda fue su imperturbable optimismo. Aun en historias de una profundidad abrumadora, se puede encontrar la inspiración suficiente para recordarnos que la lucha por la felicidad es perpetua. Y compartida, como única manera de encararla. Así lo plasmó la cineasta francesa con la amistad de dos mujeres en “Una canta, la otra no” (L’une chante, l’autre pas, 1977), donde vemos un lazo de sororidad que reedifica las estructuras de la sociedad de su época.
La directora rodó esta película a poco de consagrarse el derecho al aborto en la Francia de 1975, un hito en derechos de la mujer atribuido, entre tantas, a Simone Veil. Varda ya era entonces reconocida en el mundillo de la Nouvelle Vague, mientras militaba en las calles con otras compañeras de la segunda ola del feminismo. Las mujeres finalmente dejaban de ser teorizadas por hombres blancos para comenzar a ocupar las omisiones en los cánones habituales y mostrar esa historia silenciada en las disciplinas académicas.
Consciente de ser una figura que incomodaba dentro de un movimiento cinematográfico estrictamente masculino, Varda entendía que lo personal es también político. Tras una década enfocada en el documental, para “Una canta, la otra no” cambió el eje individual de la mujer padeciente en su mítica “Cleo de 5 a 7″ (Cléo de 5 à 7, 1962) a favor de un relato de dos jóvenes mujeres que se unen por una desgracia y crean a lo largo de 14 años un vínculo que inspira a otras más.
En 1962, la adolescente Pauline (Valérie Mairesse), de 17 años, se encuentra a punto de terminar el secundario y desea salir de gira musical con otras mujeres a defender la contracultura de la época. Debe enfrentarse a sus padres, de la clase media parisina y portadores de un claro discurso: “A las chicas sin estudios solo les queda casarse o prostituirse”. En una muestra fotográfica de mujeres tristes, Pauline reconoce a Suzanne (Thérèse Liotard), una amiga de su infancia que ronda ahora los 22 años, tiene dos pequeños hijos y cursa un embarazo no deseado.
Después de un aborto clandestino y una tragedia personal, ambas toman caminos separados y pierden el contacto físico, pero se van reencontrando por correspondencia. Y así nace una charla a distancia, en la que Pomme -el nombre artístico que adopta Pauline, con su cara redonda y pelo rojizo cual manzana- cuenta que se enamora de un inmigrante llamado Darius (Ali Raffi), se muda a Irán y queda embarazada. Mientras que Suzanne reúne algunos ahorros para sus hijos y se establece como trabajadora en un centro de planificación familiar, donde descubre una nueva chance en el amor.
Agnès Varda sabía muy bien que había (y hay) conceptos que a muchas personas les molestaba escuchar, así que supo encomendar la función didáctica del filme a las canciones que interpretan Pomme y su grupo de artistas. A través de las melodías, se alude a líneas que describen el camino afrontado por este par de amigas. “El viejo Engels tenía razón / en la casa, el hombre es el burgués / y la mujer, el proletariado”, canta Pomme tras sufrir la desilusión de su novio, que no era el aliado que aparentaba en las calles.
La puesta en escena de Varda trabaja de manera discreta y dejando brotar lo natural, canalizando los conflictos internos de Pomme y Suzanne hacia el exterior. Es fácil de chequear el orden que caracteriza al entorno familiar de Pomme, mientras ella irrumpe con su energía e ideales. Si en la mayoría de sus escenas los tonos son cálidos, antitéticas resultan las apariciones de Suzanne, una mujer cauta en su filosofía de vida y, por ende, alcanzada por azules melancólicos y verdes desaturados.
Otra virtud del filme a rescatar es la del montaje, que en varias ocasiones se vale del aceitado oficio de su directora para el documental. Por ejemplo, está presente el recordado juicio de Bobigny, donde se acusaba a una menor violada que había optado por interrumpir su embarazo. También juega con collages, cartas y fotografías para referirse a la relación postal que entablan Pomme y Suzanne. En gran parte del relato, las mujeres están apartadas a miles de kilómetros, pero Varda las dota de una telepatía y las enfrenta en pantalla realizando las mismas acciones: el momento de la cena, la educación, la lectura. A pesar de carácter, gustos y niveles sociales tan distintos, la conexión es posible.
Varda, definida a sí misma como una enamorada de los hombres, hace partícipe al género masculino del cambio feminista. En contraste al retrato vicioso de Darius, la realizadora ilumina la figura del hijo adolescente de Suzanne, quien asume otra mirada del mundo a partir de la experiencia de su madre y la reelaboración de los modelos heredados por parte de su hermana mayor. No es una coincidencia que en el epílogo sea Rosalie Varda, hija de Agnès, quien la interprete con la misma edad de Pomme al inicio del relato.
Como bien subraya la directora en el off del cierre, Pomme y Suzanne habían logrado la felicidad de ser mujeres. Y aunque nadie asegurara que para sus hijas sería más fácil, ya no estaban solas ni marginadas de las normas sociales. El camino ahora es más claro para aquellas mujeres inspiradas por su lucha, incluso cinco décadas más tarde.