Alfredo Herrera, el poeta de los ocasos y la melancolía

La obra de Herrera, publicada en 1920 y titulada sugestivamente “La canción crepuscular” propone un itinerario paralelo al que recorre la poesía mendocina en su conjunto, en las primeras décadas del siglo XX.

Alfredo Herrera, el poeta de los ocasos y la melancolía
Alfredo Herrera es uno de los autores mendocinos que ha dejado marcado su sello de estilo poético en el siglo XX.

“Como un delirio del confín tranquilo/ Se va la tarde con quietud extraña,/ Poniendo un imperial crisoberilo/ Sobre la impavidez de la montaña”. Alfredo Herrera. “Sugestión vesperal”, en La canción crepuscular

Había nacido en 1877, pero ignoramos la fecha de su fallecimiento. Poeta y periodista (cronista de arte y tetaro en Los Andes y El Debate), fue –según señala Fernando Morales Guiñazú en su Historia de la cultura mendocina (1943)- uno de los asiduos concurrentes del salón literario del poeta Eduardo Ruiz, donde se reunían los intelectuales de Mendoza después de 1900 “y allí se sintió alentado por la admirativa acogida que se hacía a sus versos, que eran aplaudidos y elogiados con calor, por sus compañeros de cenáculo y donde tuvo la oportunidad de hacer conocer parte de su notable e inspirada producción que, al ser recitadas por el autor con calor y naturalidad, realzaban la belleza y armonía de las composiciones” (402).

La obra de Herrera, publicada en 1920 y titulada sugestivamente La canción crepuscular propone un itinerario paralelo al que recorre la poesía mendocina en su conjunto, en las primeras décadas del siglo XX. En efecto, rasgos románticos como la primacía del sentimiento o la asociación paisaje / estado de ánimo, conviven con el refinamiento de una ambientación crepuscular y casi versallesca que, por otra parte, contrasta con las pequeñas realidades de la vida cotidiana celebradas en otros poemas.

El libro está compuesto por tres secciones: la primera, que lleva el mismo título del volumen completo; la segunda, denominada “Flautas locas”, y la tercera, “Cantares de otro tiempo”. Nos revela a un versificador elegante, que prefiere la métrica regular, que se muestra diestro en la composición de sonetos bajo la égida modernista y que prefiere el verso endecasílabo.

En general, en estos poemas se advierte el magisterio inapelable del Lugones de Los crepúsculos del jardín (1905), tanto en la temática (amorosa), como en la selección del vocabulario (con la introducción de algunos cultismos, como el notorio “crisoberilo”), en la creación de un ambiente crepuscular y difuso, con ciertos toques prosaicos (y aquí es el Lugones del Lunario sentimental el que el brinda su ejemplo), en la suntuosidad de las imágenes y la musicalidad del verso.

También encontramos poemas escritos en versos de arte menor, generalmente octosílabos, que sirven como vehículo a la expresión de otros contenidos, también de tono menor, que se relacionan con una ambientación suburbana, posmodernista en cuanto a la expresión directa y casi sin artificios.

No desdeña el poeta algunas otras experimentaciones formales, e incluso el versolibrismo, pero entendido al modo de Lugones , para quien la rima era elemento indispensable de la poesía y no podría prescindirse de ella, aunque sí de la medida pareja de los versos.

El fondo afectivo de la mayoría los poemas que componen este libro se pone de manifiesto desde el “Ofertorio íntimo” que abre el volumen y que tiende un puente entre el yo lírico y el yo autorial, identificación reforzada por el posesivo reiterado: “mi corazón” (2° verso); “mi canción” (4° verso), mientras que por la asociación de términos como “noche” y “libro” (1° y 3° verso, respectivamente), pueden vislumbrarse otros dos temas caros a la poesía de la época: la melancolía por el paso inexorable del tiempo y la creación poética como medio –aunque precario- para derrotar la temporalidad.

Los campos semánticos de lo crepuscular, de lo difuso, de los estados de ánimo imprecisos y lánguidos, de lo astral en relación con el sino del poeta -”Así es como detalla el alma mía / Los episodios de su adversa estrella” (24)-, o la asociación del amor y la luna –”mi cruel tormento / Sólo encontró la protección lunar” (27)- se reiteran en una ambientación convencional; igualmente, la correspondencia entre el crepúsculo, el otoño y los sentimientos lánguidos, son rasgos emblemáticos del modo modernista de Herrera.

Igualmente de raigambre modernista son algunas referencias mitológicas -siempre en función de la temática amorosa–o el exotismo que busca ambientaciones versallescas, pobladas de princesas, castillos y parques refinados. También es visible la huella del emblemático poema de Edgar Alan Poe, “El cuervo”, bajo cuya tutela se desarrolla el tema de la muerte y la desesperación del poeta: “‘Nunca más’, ‘nunca más’, graznaba el cuervo, / En la noche sin luz de mi destino / Y con los ecos del cantar protervo, / Se llenó la extensión de mi camino” (125).

Decíamos que la poesía de Alfredo Herrera ejemplifica también el tránsito al posmodernismo con la introducción de la que podríamos denominar “la poesía el arrabal”, con la presencia de personajes y motivos que usualmente asociamos con la obra de Evaristo Carriego, por ejemplo. Así, “Obrerita”, un poema en versos octosílabos que se ocupa de la existencia gris de una joven costurera o la asociación crepúsculo / otoño que suma melancolía a las existencias grises que discurren al ritmo del organillo, presencia inseparable del suburbio

El amor en todos sus matices y tonalidades es la temática excluyente de este libro, desde las composiciones de largo aliento, en número variable de cuartetos o los sonetos prestigiados por la tradición literaria hasta los poemitas de menor envergadura que parecen haber sido escritos para un álbum femenino : así el dedicado a “Blanca” –”Reina de los lirios / Blanca, flor de nieve / ¿Sabes mis martirios / Blanca maga aleve” (104), o por citar solo otro ejemplo, “Lo sé todo”, dedicado a Elina: “lo sé todo, todo, Elina, / Y lo sé porque llorosa / Me lo ha contado una rosa / Que en tiempo fue purpurina” (99).

También muestra este libro la articulación entre modernismo y posmodernismo y la decantación de influencias literarias, entre las que destaca el magisterio de Lugones, principalmente el de los Crepúsculos…, pero también el del Lunario y de otros poemarios; Dante (“Lasciate ogni speranza…”), Poe, y en general, toda una tradición literaria de cuyo conocimiento dan cuenta, por ejemplo, el famoso verso de Gutierre de Cetina “Ojos claros, serenos…”, puesto como título de uno de sus sonetos o la relaboración del motivo del Don Juan, con acento muy personal, en “El delirio de Don Juan”. Morales Guiñazú destaca asimismo el “ritmo suave y armónico” de sus versos, “al estilo de Darío y de Reissig, pero con una nota personal e íntima que revela el alma del poeta a través de esas composiciones” (423). Agreguemos a ello la aptitud para trasladar al papel estados de ánimo difusos a través de la sugestiva asociación con el paisaje crepuscular u otoñal, con gran riqueza de imágenes y otros recursos e estilo, como las personificaciones y metáforas, para terminar de caracterizar la obra de Alfredo Herrera.

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