“si hay poesía en américa/ ella está en el hombre como hecho/ testimonial/ en esta futura patria del planeta”. Rosa Antonietti Filippini. “Hijo del cobre”
Indudablemente América, continente mestizo, es presencia vertebradora en la poesía de Rosa Antonietti Filippini (1929-2008): despunta ya en su primer libro de versos, Compulsión de canto y piedra (1963), se hace gentilicio en el segundo, Americano de la vereda de aquí (1965), pero es en el tercer poemario, El hijo de cobre (1972) en el que alcanza su más cabal expresión poética, aunque también es dable encontrarlo en sus novelas, porque –como la misma autora manifiesta en una entrevista personal- sus temas predilectos son “la tierra y el hombre de la tierra”.
Luego de las siluetas anticipatorias de lo americano presente en Compulsión… que son “un verbo de angustias”; “grito dolorido de la piedra / bajo el sol / […] amasijo de barro, sudor y hambre” (1963: 31), América alcanza en el segundo libro su concreción plena como materia primigenia, nutricia, a través de la animización: “jaguar y puma. / Lascivia de andinos muslos / y genital de los océanos” (1965: 11).
América es una geografía concreta presente en el poema “Ameriformas” a través de topónimos representativos que sugieren la entraña autóctona, originaria de la tierra: “Tiahuanaco, Machu Picchu y Yucatán” (1965: 13). Este poema es precisamente una invitación al hombre de nuestra tierra a dar la medida cabal de lo americano: “¡Levántate y anda, americano, a engendrar AMERIFORMAS!” (1965: 13).
Y esta forma cabal de lo americano es resultado de un violento proceso de mestizaje: “Ciudadano de América/el de la vieja piel corcoveando un verbo nuevo/…/Hijo macho de puma hembra” (1965: 13), alma áspera que encuentra su símbolo en la flor del cardo: “clama el viento/en la sed roquedal del valle,/mientras el antiguo amo de América/chicotea una lengua terrosa,/geológica,/sepia,/sobre la garganta vertical/de los morados cardos. //Redondel de pétalos lanzas” (1965: 19).
El paso del tiempo, “delgado como un silbido” que “nos vuelve/estatua/dura/fría,/costal de ruinas” (1965: 26) y desemboca en una auténtica profesión de ser en relación continental: “Arauco me queda aquí,/ de la cintura arriba. //Nací aquí,/manada en la montaña,/de padre gringo y criolla madre/…/Estirpe nueva” (1965: 31).
Surge así El hijo de cobre, poemario dedicado a la madre, porque gracias a ella “hay un retazo en mis venas/donde tu indígena sangre/tiene en mi arrogancia/genuino raigal americano”. Se reiteran los poemas en los que se da la superposición de América y el yo lírico -”por debajo del verde alpataco/donde de a poco me iré haciendo América” (1972: 9).
Es destacable asimismo la reiteración de la forma verbal “estaré”, con un sentido análogo al que emplea Rodolfo Kusch para definir la esencia de lo americano (opuesto al “ser” del hombre europeo), en alusión a lo estático del mundo andino y a un modo de vivir sumergido en una naturaleza ominosa que de algún modo debe ser conjurada. En el caso de Antonietti, la reiteración obedece a una afirmación vital que proyecta un propósito y una certeza de perduración a través de la tierra y sus creaturas: “estaré en las yararás de las quebradas / en el lagarto vigilante del basalto / en el ñandú con pico de andresita mansa” (1972: 11).
Este libro contiene tanto una cosmogénesis (“América no estaba”) como una antropogénesis. Es el surgimiento de una estirpe: “el juanandino”, semejante a una antigua divinidad: “estatua de cobre nuevo / gastada serpiente alada / una gran sombra que pasa en busca de su reposo / solo / sin ayuda / dejando como alimaña la piel entre las rocas / hasta verse desnudo / despojado / hueso vacío / y deshecho su perfil de cobre” (1972: 26). Es una raza vencida, desalojada, pero que persiste consustanciada con la fauna, “con su puma escondido en las entrañas” y “el cóndor de su melena” (1962: 27).
Es también “la juana raza”: “está todo tan callado que la juana / bajo cuatro horcones de su rancho / ve a la luna extender polleras de nácar sobre su esqueleto de bruñido cobre” (1962: 41). Es Eva, madre de los vivientes, “tan mujer universalmente madre / tan diluvio de besos tan surco fértil / y sudor nupcial” (1972: 43). Es igualmente “la juana del juan sin ánimos”; por ambos surge el lamento con ritmo de composición popular: “digo yo / están tan guachos el juan y la juana / digo yo / pa’ qué sirve la historia / digo yo / no sé pregunto / perdonen” (1972: 46).
Destaca la intención esencializadora de los nombres, que resumen tantas historias: “puchadiga con el juan colgado de la alborada / y en el canto y el cansancio embalsamado / hundido en la tristeza vital de su guitarra” (1962: 47), y la juana, nada más que pariendo hijos.
A la vez, se da cuenta de la historia de América desde una óptica muy particular, en alusión al proceso de conquista y colonización evocado metafórica y sugerentemente: “le voltean las aldeas encima / como adobes desde un sueño” (1972: 15). América permanece, simbolizada en lo mineral, lo subyacente: “sílice secreto”, “ónix”, “batallas rosas de los granitos”, “las guirnaldas saeteadas de los basalto / la chispa del incendio florita / y el gallo chispeante de la zurita / en los cerros terciarios y vegetales” (1972: 16-17).
Esto es así porque solo quedan despojos de lo humano primigenio: “en la huella hay ramos de huesos / látigos de lenguas y aire de rosa negra” (1972: 15-16). Existe un antagonismo de razas y culturas, metonímicamente presentado, a través de “cabezas alfareras / barbas de totora / arcabuz en alto incendio”. Hay una evocación de la “La madre lustral /…/ violada la cáscara de su soledad de cúpula” (1972: 16), pero también de la añoranza del otro actor del mestizaje, venido de ultramar, el soldado que “estaciona / los peces de su aliento / en la mitad marina de un recuerdo” (1972: 16).
Pero luego de esa suerte de cataclismo cósmico que significó el encuentro de las dos razas: “el pedernal de la guerra es desgastado / y una fantasmal piedad de harina sonora / subiendo por los miasmas nupciales del criollo / une la última ebullición de su lava / con el brote en primavera de América” (1972: 18), y la identidad es un emprendimiento necesario: “¡Americanos! / No basta con mirarse el rostro en el espejo / si no se va más allá de las pestañas” (1965: 47).