Sería aburrido caer en el agotadísimo latiguillo “de tal palo, tal astilla” para referirse a Brandon Cronenberg, hijo del maestro del horror corporal. Aunque sus películas “Antiviral” (2012) y “Possessor” (2020) se hacen eco de varios elementos de la filmografía de David Cronenberg, lejos están de ser una burda imitación meramente estilística. Hay ideas potables, trucos bien jugados y hasta un gore más interesante que la media actual. Pero en sus atisbos a la ciencia ficción sesuda, el “heredero” se queda pasos atrás de lo que Alex Garland, Denis Villeneuve o Spike Jonze han sabido mostrar.
Estimulado desde pequeño por la obra de su padre, Brandon pasó de tener sobre su regazo al babuino de “La mosca” (The Fly, 1986) a trabajar en el área de efectos especiales de “eXistenZ” (1999) mientras estudiaba cine. Pese a que siempre rescata la admiración, prefiere evitar la vara de comparación: “Todos me preguntan si siento una presión extra por estar a la altura, así que empiezo a preguntarme si debería hacerlo”.
En 2012, Brandon Cronenberg ya había competido con su ópera prima en el Festival de Cine Fantástico de Sitges (España), incluso frente a “Cosmópolis” de su progenitor. Pero con “Possessor”, una distopía de horror en clave cyberpunk, recibió este año el aval de la crítica y fue premiado en las dos máximas categorías (mejor película y mejor dirección), acrecentando la atracción del público.
Situada en un 2008 alternativo, “Possessor” es la historia de Tasya Vos (Andrea Riseborough), agente de una empresa de tecnología que se dedica a habitar otras personas para cometer asesinatos a su beneficio. Pero los traumas derivados de semejante experiencia comienzan a afectar tanto los conflictos personales de Tasya, con su pareja y su hijo, como la batalla mental con el dueño del cuerpo (Christopher Abbott), quedando atrapada en la vida de un hombre que amenaza con aniquilar su identidad.
Si bien puede asociarse a “Scanners” (1981), “Videodrome” (1983) y hasta “eXistenZ” (1999) -en “Possessor” también figura Jennifer Jason Leigh-, Cronenberg declaró haberse inspirado en el trauma de pilotos de drones que mataron a otras personas de manera indirecta. Sin embargo, su propuesta también puede extrapolarse al dominio de la mente humana cortesía de los datos de privacidad y los algoritmos de consumo. ¿Hasta qué punto podemos ver, pensar y actuar de manera autónoma si hemos cedido lo que somos a las corporaciones?
“Sentía mucha desesperación ante la idea de la muerte de la privacidad a través de la tecnología. Pero también creo que ahora es particularmente relevante la cuestión de dónde vienen nuestros impulsos. Nos asumimos como entidades unificadas, con nuestra voluntad, pero, en realidad, cada ser humano es un coro de deseos e impulsos en conflicto. Algunas de esas ideas provienen de nuestro propio cerebro, pero otras no”, explicó el director en una entrevista brindada al portal del crítico Roger Ebert.
Manteniendo la paranoia atmosférica, el director maneja con destreza la violencia que emanan sus marionetas humanas, ya sea en los crímenes tan esperados por la audiencia -la secuencia de arranque va directo a lo mejor del año- como en los engorros que atraviesa la protagonista al adaptarse a su nuevo hábitat. Y más allá de Cronenberg padre, se nota la influencia de los retratos encarnizados de Dario Argento. No obstante, y apoyado en la labor de su director de fotografía Karim Huassain, Brandon Cronenberg apela a la prolijidad en la composición, manteniendo la elegancia en las tomas cerradas y la belleza salvaje en los planos detalle de los fetiches a destacar.
Esta insatisfacción con el cuerpo propio ya había sido profundizada por Cronenberg en “Antiviral”, su primer largometraje estrenado hace ocho años.
Como en “Possessor”, donde Riseborough emula a una Tilda Swinton mesurada, el director se vale de otro intérprete entregado a la metamorfosis física y psicológica como es Caleb Landry Jones. El actor, de rasgos vampíricos, compone a Syd March, empleado de una clínica donde fanáticos pagan para contraer enfermedades padecidas previamente por sus artistas idolatrados. Él, además, inyecta los virus en su cuerpo para venderlos en el mercado negro, hasta que su adicción lo deja al borde de la muerte.
La película hace énfasis en la comunión biológica entre el famoso y el mundano, una dicotomía explotada por el aparato mediático para recordar la miserabilidad frente a los estándares de éxito. “Ser famoso no es un cumplido, en absoluto. Es más una colaboración en la que decidimos tomar parte. Las celebridades no son gente. Solo son alucinaciones de grupo”, se escucha en boca del jefe de la corporación que aísla el virus, lo modifica e infecta a la gente.
Quizá en época de pandemia lo tratado en “Antiviral” pueda resultar incómodo, pero nunca exhibe de forma sádica sino que ahonda en la obsesión generada hacia la persona famosa, desde qué ropa interior usa hasta los detalles más escabrosos de su muerte. Lo mismo aplica para el papel de Landry Jones , cuya desagradable autodestrucción genera el suficiente interés para apreciar qué tan miserable será su desenlace.
A pesar de que “Possessor” le permite consolidarse como una revelación, el cineasta de 40 años refleja aún en pantalla una tensión entre el respeto a la imaginería de su padre y la exploración de su marca personal. Bien puede haberla plasmado en el clímax de la película, donde el director creó en el plano onírico una retorcida amalgama de las identidades en disputa. Quedará por descubrir si será capaz de domarlas.