¿Cómo olvidar cuando la mitología llegó, en clave posmoderna, a la sala mayor de la Nave Cultural? ¿Cuando Dido y Eneas, esos amantes cantados por Virgilio y adaptados al melodrama a finales del siglo XVII por Henry Purcell, fueron voces contemporáneas para nosotros y nos educaron en otra sensibilidad?
Fue en el 2011, cuando el ensamble de música barroca Violetta Club, que tiene 21 años de historia y que ya es toda una referencia en la música antigua, reunió a un grupo de artistas y técnicos para hacer su primera ópera.
Y no era cualquier ópera: era “Dido y Eneas”, la obra fundamental del barroco inglés. Estrenada en 1689, es la pieza más importante de Purcell, un compositor fundante, pues es anterior a Bach, Händel y Vivaldi. Una ópera que, pese a su brevedad (más o menos una hora), tiene una partitura que exige no pocos desafíos para su ejecución, sobre todo relacionados con la fidelidad a la forma en que se interpretaba en esa época.
Sin embargo, la idea iba más allá: querían realizar un espectáculo intachable desde lo musical, pero que la puesta en escena aportara algo contemporáneo, atractivo para el nuevo público. La música barroca, pese a la distancia en el tiempo, nos dice cosas universales. Y el resultado fue de vanguardia.
La historia es muy sencilla: cuando Eneas y su tropa naufragan en Cartago, él y Dido se enamoran. Pero, por envidia a la reina, las brujas se confabulan y le hacen creer al héroe que debe partir y que su destino es refundar Troya. Dido, se lamenta ya que no puede vivir sin su amor, sin embargo, cuando Eneas decide quedarse, ella lo rechaza, y se deja morir.
Hay que decir que pocas veces en nuestra provincia habían trabajado colaborativamente los mejores representantes de las distintas disciplinas: desde Lucía y Valentina Fusari, las grandes referentes de la danza contemporánea, hasta Leo Peralta, diseñador de alta costura que confeccionó un vestuario impecable.
La efectiva y contemporánea dirección de escena de Federico Ortega Olivera ya prefiguraba lo que sería su trabajo en los siguientes años como régisseur: desde “Membra” (sobre el “Membra Jesu Nostri" de Dietrich Buxtehude, en 2012) hasta las recientes puestas de “El barbero de Sevilla” (2018) y “El elíxir de amor” (2019, donde se destacó en el diseño de producción).
Pero si hubiera que destacar algo más, eso sería la visión que tuvieron los productores: en 2012, viendo la excelente respuesta del público, que agotó el Teatro Independencia y cada una de las funciones que hicieron en la Nave Cultural, decidió guardar un registro del hecho artístico. Algo que, tristemente, no siempre ocurre con los espectáculos locales, sobre todo por la diferencia de presupuesto que significa contratar a realizadores audiovisuales.
Pero gracias a esa decisión es que hoy, en medio de una pandemia que dejó al streaming como única forma de consumo cultural, podemos volver a verlo y recordarlo, casi diez años después.
En https://www.teatroenlanube1.com/ se puede alquilar por $200, y vale la pena ver el resto del catálogo, enfocado en producciones locales. El registro es de una función del año 2012.
Para hacernos una idea total de lo que se puede ver en el streaming, recordamos la crítica que firmó Patricia Slukich el 2 de octubre de 2011. Nos da una aproximación poética y analítica al espectáculo:
"Hoy, mañana, 320 años atrás; da igual. El llanto contenido, una y mil veces; la desesperación esparciendo tinieblas que toda luz ocultan; la certeza de sabernos irremediablemente solos; lo que se vislumbra imposible y, por eso, nos mata: ¿acaso hoy, mañana, en 1689, hacen de este dolor la diferencia?
Ella es Dido, reina de Cartago. Ella ‘fue’ Dido cuando el compositor Henry Purcell la imaginó, sentado a la luz de la vela e invadido por la húmeda noche de su Westminster natal. Londres era, entonces, lodo y sangre de las luchas protestantes. Londres era entonces, como toda la tierra Media, un mundo en el que las certezas divinas estaban en cuestión.
Allí, en aquel universo de misterios relativos, una noche húmeda Henry Purcell pensó en Dido. La imaginó, primero, temblando de emoción al besar los dedos de su héroe Eneas, el troyano, llamado a destinos más altos que el de su propio amor. La vio furiosa, ante la certeza de lo inevitable: Eneas habría de dejarla, sola; para siempre. La lloró sabiendo que Dido, ahogada en pena, decidió burlar el destino inevitable (el suyo y el de Eneas) considerando la muerte. Seguramente esa noche, en la abadía de Westminster, Purcell tembló, tuvo miedo y dolor; como la ‘Dido’ que había creado.
Fue así, sin duda, porque la partitura en la que volcó sus sensaciones -320 años después de esa noche en vela- nos hace temblar, llorar, doler, sonreír como al propio Henry, pensando en su pobre Dido.
2011. Galpón urbano y rústico de la Nave Cultural. Ésas son las coordenadas donde hoy está Dido, nuevamente. Idéntica a como nació en 1689, entre los trazos del pentagrama de Purcell. Ella es Dido (la eficaz Gloria López), que canta su dolor imperturbable como si el mundo -entre aquella noche londinense que la gestó y ésta de 2011, en un desierto del sur- nunca hubiese sucedido.
Él es Eneas (el convincente Fernando Lázari), el príncipe troyano que ha de abandonarla para que nazca Roma. Sí: Troya hace siglos que fue devastada por el Caballo de Ulises. Pero hoy, en este galpón de hierro ferroviario, aún está viva; y late.
No es un viaje en el tiempo: sabemos que estamos aquí, en 2011. Lo sabemos porque la puesta de “Dido&Eneas” la pensaron jóvenes de nuestro tiempo: Gabriela Guembe (dirección musical) y Federico Ortega (puesta en escena).
Y así está trazada: el palacio de Cartago es un amplio espacio en el que el amor se vuelve pétalos y cuerpos (los del Ballet Contemporáneo de Municipalidad de Mendoza) que narran, con sus movimientos y mutaciones, el proceso interno de los personajes.
La cueva de la Hechicera (Marcela Carrizo) que, junto a sus dos compañeras (Jimena Semiz y Cecilia Zeid) urdirá la destrucción de Dido, es un territorio de lujos posmodernos donde pergeñar las tormentas.
No hay en esta puesta miriñaques, ni candelabros, ni pelucas empolvadas. El vestuario (Leo Peralta y Joana Ortega) es la exquisita confabulación de géneros y mixturas de nuestra propia época.
El dispositivo escénico es geométrico, sin trazos estructurales que lo contengan: se derrama en diversos espacios e impone al espectador una continua actividad perceptiva, fragmentada, de estímulos distintos y actuando al unísono.
Es verdad que los territorios pensados por Federico Ortega, para el cuerpo que Valentina Fusari pone eficazmente a Dido (a través de sus coreografías personales), parece desfasado de la puesta total; no funciona orgánicamente con ella. Es verdad que el diseño de iluminación (de Gabriela Bizón) no ha sabido cómo potenciar y resaltar, uno a uno, los innumerables instantes que requieren el apunte (tal vez sea éste el error más palpable de la puesta).
Pero Dido y Eneas están allí. Están vivos, en la pura contemporaneidad. Y lo están porque el grupo de cámara que derrama la música Purcell (Violetta Club) suena formidablemente, para mantener intacto el pulso sanguíneo de las melodías. Porque el coro (estupendo) y los cantantes (no podemos dejar de realzar la faena interpretativa de Griselda López como Belinda, de Carrizo, Semiz y Zeid) no sólo ponen su voz, sino también el cuerpo y los gestos al servicio de sus personajes: ellos ‘son’, sin tiempo.
Un detalle: se nos ocurre que el relato inicial de Margarita Cubillos es la mejor manera de introducirnos en ese territorio de amores y sombras sin edad.
Sí: Dido y Eneas están aquí como estuvieron antes, en otros tiempos y lugares. Dido y Eneas son ellos, hoy y ayer; y nos increpan como si aquella húmeda noche, en Westminster, Henry Purcell nos lo hubiese estado contando".