El mundo que conocíamos quedó patas para arriba con la Covid-19 y a todos, todas, nos ha impactado en el ánimo y en aspectos concretos este tiempo fuera del tiempo de rutinas alteradas y vínculos a la distancia, en el que la incertidumbre marca el pulso diario. ¿Pero cómo se traducen en términos cerebrales estas experiencias? ¿Todos los seres humanos reaccionamos de la misma forma, con alteraciones del sueño, alguna pesadilla y mayor ansiedad? ¿Se ha vuelto loco nuestro reloj biológico?
Para despejar al menos estas dudas consultamos al divulgador científico Diego Golombek, quien es doctor en Biología, director ejecutivo del Instituto Nacional de Educación Técnica (INET), investigador superior del Conicet y profesor titular de la Universidad Nacional de Quilmes.
“Los individuos siempre reaccionamos de manera diferente, pero dentro de un patrón general, porque somos todos de la misma especie y compartimos historia, genes y bastante cultura. Y ciertamente si hemos llegado hasta acá es porque, de alguna manera, pudimos adaptarnos al estrés y la ansiedad de no saber qué pasará. Más aún: la angustia frente a lo desconocido es una de las principales fuerzas impulsoras de la cultura, porque nos lleva a intentar saber siempre más y dominar aquello que no conocemos... Aunque en grado extremo y de manera crónica (algo que podríamos llamar distrés) también puede provocar efectos orgánicos a tener en cuenta”.
Según Golombek, una de las cuestiones qué modificó mayormente nuestro comportamiento en estos meses es la alteración de las rutinas o directamente la ausencia de ellas debido al distanciamiento social para evitar más contagios.
De hecho, ¿qué cuestiones cotidianas puntuales puntuales están colaborando con este desajuste de nuestro reloj biológico? Responde: “En nuestro laboratorio hemos observado los cambios que hay en los ritmos circadianos, la exposición a la luz y los ciclos de sueño. En resumen y en términos muy generales, estamos durmiendo más, exponiéndonos menos a la luz natural y, sobre todo, retrasando las agujas de nuestro reloj: todo sucede más tarde, incluyendo el despertar y la hora de acostarse. Si a esto le sumamos una notable exposición a las pantallas durante la noche, está claro que el funcionamiento del reloj biológico está notablemente afectado. También nos cambia la estimación subjetiva del tiempo: el cerebro mide el paso del tiempo ‘contando’ los eventos o hitos que se van sucediendo… Pero si durante la cuarentena nos pasan menos cosas o tenemos menos marcadores en esa agenda, subjetivamente nos parece que los días son más extensos”.
Y esas alteraciones están relacionadas con un mayor apetito, producto de la ansiedad. Lo explica: “Los trastornos de sueño muchas veces vienen acompañados por cambios en la alimentación y una tendencia al sobrepeso porque afectan la secreción de dos hormonas, la leptina y la ghrelina, que regulan el apetito. Y sí, es claro que estamos comiendo mucho y a cualquier hora, sumado a cierta falta de ejercicio físico. Por otro lado, la falta de rutinas estrictas hace que extendamos los límites de la vigilia hasta horarios muy tardíos y, como decíamos, esa luz artificial nocturna “engaña” al reloj para mantenernos despiertos hasta más tarde. Un cóctel nada sano”.
Un tema que se está debatiendo mucho es la supuesta dicotomía salud/economía. La médica y escritora Mónica Müller, autora del reciente libro “Pandemia”, dice que las próximas guerras serán por las vacunas, por ver qué país las fabrica primero.
Golombek también tiene cosas para decir sobre esto: ¿Inaugura la Covid-19 un nuevo escenario ético y comercial en el mundo? “Sí, pero no sería tan extremo como para hablar de ‘las próximas guerras’. Está claro que esta pandemia pone al descubierto las necesidades del sistema de salud, y también que habrá intereses comerciales de por medio, pero también tenemos ejemplos de colaboración y solidaridad que dan cierta esperanza en los tiempos por venir. De por sí, al ser un fenómeno mundial nos obliga a pensar en la humanidad y en el planeta como un todo, algo a lo que no siempre estamos acostumbrados... Puede que nos olvidemos al día siguiente, pero también es posible pensar que esto deje marca de una nueva manera de colaborar -por ejemplo, en la ciencia- y de prever acciones globalizadas”.
En este contexto, también ha cobrado una relevancia social inmensa el colectivo de personas que trabajan en la salud: investigadores, médicas, enfermeros... Solo una pandemia podía desbancar por un rato a los influencers. ¿Para él este reconocimiento perdurará o pasará cuando dejemos de temer? “Las dos cosas. Obviamente pasará, al menos parcialmente, pero también está claro que la gente quiere saber de qué se trata y que a ciertos temas se les va a exigir un tratamiento más racional, basado en evidencia… científica”, asume.
-¿Cómo te imaginás el después del coronavirus? ¿Qué irá a pasar con estos hábitos que incorporamos? ¿Podremos volver con naturalidad al abrazo, a amucharnos en un supermercado o en un recital?
-Somos miedosos y conservadores, pero también bichos sociables y plásticos, en el sentido de que nos hemos adaptado a muchísimos cambios como especie y como habitantes del planeta. Habrá nuevos escenarios y pautas de higiene, pero nos adaptaremos y sin duda volverán viejos hábitos saludables como juntarnos para un asado. Más allá del aislamiento obligatorio, hacemos grandes esfuerzos por mantenernos en contacto con nuestra gente cercana, algo que seguramente sea una necesidad entre psicológica y biológica.
-¿Estos tiempos de pandemia te dejan, como científico, preguntas que no te habías hecho hasta ahora?
-Más que como científico, como persona… Está claro que estos tiempos nos enfrentan a algo muy primitivo que llevamos dentro: el miedo, la inseguridad, el apego a la autoridad y, quizá más interesante, la solidaridad. Al mismo tiempo, y ahora sí como científico, es una época única, un experimento universal como nunca se vio en el que casi toda la comunidad de investigadores está abocada a una única pregunta. Tremendo desafío.