Ricardo Piglia dijo alguna vez: “No me gustan los escritores demasiado satisfechos. La mejor tradición de la literatura argentina está construida en esas vacilaciones: es el narrador incierto de Borges o de Hebe Uhart”. En ese simple enunciado, posicionó a Uhart en lo mejor de nuestras letras. Y es un lugar merecido.
La publicación por Adriana Hidalgo Editora de su obra completa es todo un acontecimiento literario, eclipsado solamente por la atención que mereció entre los lectores el año pasado la pandemia. Y el último eslabón, el de las crónicas (febrero de 2020), fue lo que muchos estábamos esperando especialmente. Es decir, un tomo que reuniera su obra definitiva, esa que encaró con total humildad el día que se dijo a sí misma: “Se me acabó la capacidad de inventar historias”. Entonces, salió a buscarlas a la calle.
Esa separación de la ficción “es un gesto político: el de ir hacia afuera, al encuentro de los otros”, define Mariana Enríquez en el extenso (y revelador) prólogo que acompaña estas 889 páginas. “Y el gesto se acompaña de un sutil enfado cuando siente que a esos otros, de algún modo, se les quita dignidad”, también apunta.
El libro incluye “Viajera crónica”, “Visto y oído”, “De la Patagonia a México”, “De aquí para allá”, “Animales” y algunos textos inéditos, como uno en el que habla de un romance corto que tuvo de joven con un novio alcohólico (toda una anomalía autobiográfica en su obra) y uno sobre sus últimos días, cuando ya estaba enferma e internada (“Yendo de la cama a la casa”).
Uhart, fallecida en 2018, era una peripatética, pero una peripatética “precarizada” (es la palabra que usa Enríquez). Viajaba con el alcance de su bolsillo de jubilada, paraba en hoteluchos y no sabía de delicias turísticas.
Le gustaba viajar, sobre todo, por el interior de la Argentina, donde asume un modo de ver especial: encontrar lo extraordinario en las cosas más simples. Las acciones más cotidianas merecen ser narradas, si se descubren los subtextos que esconden. Las contradicciones, las rutinas y los grotescos, que Martín Caparrós narrara implacablemente en “El interior”, acá se revisten de cariño, nobleza, y a veces condescendencia.
No es casual entonces que ella prefiera pararse desde el lugar del inmigrante y del indígena, para dar cuenta de los simples hechos xenófobos o racistas que esconden los pliegues del día a día.
En cada lugar, apela a los viejos memoriosos del lugar, e incluso a historiadores locales, para obtener información de primera mano. En estos casos es también interesante cómo contrasta lo que le dicen con sus propias opiniones, sin que ello sea una intrusión de la primera persona: más bien es una advertencia de que no creamos todo lo que nos dicen.
Las “Crónicas completas” es una lectura larga, pero no ardua. Hebe Uhart escribe con la facilidad y la simpleza con que una abuela podría amasar el pan (ella odiaría esta metáfora). Y como todo buen libro, puede ser un instrumento para iluminar nuestro propio día a día.