El cine debe incomodar, mover lo establecido, animar otra visión de la realidad. Sino, ¿de qué sirve? Quien lo tiene claro es Pablo Larraín, uno de los directores latinoamericanos más prolíficos de los últimos años. Que “El club” (2015) sea su película menos popular no es un dato menor: la repulsión que generan esos curas pedófilos (o “cuerpos deshonestos”, como se dice en la cinta) forma parte de una deuda pendiente en cierto sector de la sociedad, más ocupado en olvidar y enmudecer el horror antes que juzgarlo.
“El club” nos traslada a un pueblito costero del sur de Chile llamado La Boca. Allí, la comunidad apenas sale a las calles para ir al mercado y, de recibir visitas, es la de los jóvenes de Las Condes que buscan practicar surf apartados del bullicio popular.
En una casona amarilla casi inmaculada residen cinco sacerdotes acusados de abusos sexuales (uno de ellos interpretado por el gran Alfredo Castro), que están bajo la supervisión de una monja al límite del cinismo (Antonia Zegers). Además de cánticos y oraciones protocolares, la rutina de los “curitas” consiste en entrenar a un galgo -el único perro mencionado en la Biblia- para juntar algunas lucas en las carreras.
La paz se altera con el arribo al lugar de otro colega denunciado y apartado de la Iglesia católica. Y también por la insistencia de un hombre víctima de abusos, llamado Sandokán (Roberto Farías, en el papel más engorroso de humanizar), que actúa como ruidosa conciencia y amenaza con dejar a los sacerdotes al descubierto frente al resto de la población local.
El guion, firmado por Larraín y sus habituales colaboradores Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, evita ocupar su tiempo en la descripción de los delitos precisos de cada religioso. Es más, de un par apenas se sabe en detalle qué hicieron y solamente a partir de unas pavorosas entrevistas en primer plano (incluso hay uno al que le falla la memoria). El director de “No” (2012) logra crear un clima atroz e impune en torno a los protagonistas, recluidos en esa casa del horror que poco tiene que envidiar a la tortura insignia del mejor Michael Haneke.
“Cuando pensé en la película, intenté tomarla desde el lugar de la religión, pero finalmente trata de elementos que tienen que ver con la compasión humana, con la justicia y con la culpa y esos elementos no son necesariamente religiosos, son elementos que atraviesan a todas las personas y por eso me pareció interesante”, explicó el director chileno sobre la búsqueda para “El club”, que cosechó el Oso de Plata en Berlín y llegó a ser nominada a mejor película extranjera en los Globos de Oro.
El devenir de la intromisión del sacerdote joven que busca supuestamente “limpiar” la Iglesia y el posterior síndrome de Estocolmo de uno de los protagonistas se añaden a la lista de la excelente construcción de personajes que Larraín acostumbra en su cine. Para algunos, un ejemplo de cómo deben desarrollarse hasta los peores seres y aun así simpatizar con ellos para que la película funcione. Pero para otros, y seguramente así haya sido la intención del director, un molesto recordatorio acerca de los crímenes impunes y de cómo, pese a que la sociedad chilena cerró la dictadura hace tres décadas, hay una complicidad furtiva difícil de erradicar.
Otra búsqueda interesante en “El club” es la de la dirección de fotografía a cargo de Sergio Armstrong, compañero de Larraín desde “Tony Manero” (2008). En su primer experimento digital, Larraín encomendó a su equipo el uso de lentes anamórficas del estilo ruso de los años 60, similares a las empleadas en los filmes de Andréi Tarkovski.
Con brillo excesivo, se aprecia una bruma avejentada que resalta la claustrofobia tanto de los espacios como de las almas que los habitan. En las escenas nocturnas, en cambio, alcanza solo el forzado grano para revelar los horrores. Toda una apuesta de Larraín en abordar la ética de sus monstruos desde una perspectiva estética. Ya sea en interiores o exteriores, somos testigos de lo prohibido, lo molesto y lo incómodo. Si hasta la casa, casi una entidad omnipresente, está a la altura del trabajo de Roman Polanski con el icónico edificio Dakota en “El bebé de Rosemary” (Rosemary’s Baby, 1968).
El plan de sutilezas de Larraín es paradójicamente demoledor. Escasos cineastas tienen hoy ese acierto para huir de las propuestas efectistas y de aportar una abstracción narrativa que insista en otros modos de experiencia cinematográfica, sin traicionarse en el terreno de la soberbia.
De hacer retrospectiva, ese riesgo para los estándares actuales le jugó en contra a Larraín frente a otra película con purgatorio clerical, “En primera plana” (Spotlight). La cinta estadounidense también salió en las salas en 2015, pero gozó de mayor atención mediática y laureles por su denuncia explícita en tono periodístico y ciertas concesiones en su relato.
A propósito, “El club” puede ser tranquilamente atemporal. No hay referencias directas a la actualidad. Ni tampoco se ve obligada a requerirlas. El cántico final de perdón con la canción del Cordero de Dios es el signo de la ambigüedad que todavía carcome a la sociedad: hasta los más reacios lo pueden recitar de memoria.
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