Dicen que lo importante es que se hable. Da lo mismo si bien o mal. Todo suma a la hipérbole de la promoción. Incluso, estas líneas venideras. Según ese ranking del que nunca se divulga su base de datos, la película argentina “Granizo” es lo más visto hoy en Netflix. Se puede constatar fácilmente en las redes sociales como Twitter, repleta de burlas y críticas sobre la propuesta dirigida por Marcos Carnevale. Todo esto pronto pasará al olvido. Primero, porque el filme será desplazado por otro estreno que el algoritmo se encargará de ubicar bien arriba. Y segundo, porque al ver las cifras cosechadas, a ninguno de los involucrados le afecta ese meme de que el mejor actor no es Guillermo Francella, sino el pececito que lo acompaña.
Es inentendible tanto revuelo por “Granizo”. ¿Acaso se produjo una especie de amnesia colectiva sobre el prontuario fílmico de Carnevale? Es como si, de repente, el público hubiera olvidado que es el mismo director que convirtió a Francella en un enano millonario y mostró a Adrián Suar bígamo, futbolero y demás variantes. Para sorpresa de nadie, “Granizo” es otra comedia desfasada que no solo se enorgullece de lucir los recursos más burdos del cine y de la televisión, sino que, avalada por la plataforma de mayor penetración en las audiencias, reivindica aquella línea de producción (casi) extinta del menemismo emparentada con títulos infames como “Comodines” (1997) y “La herencia del tío Pepe” (1998).
Miguel Flores (Francella) es un meteorólogo del prime time de la TV amado por la gente, debido a su carisma y constante acierto en los pronósticos. Sus buenas intenciones chocan contra las de un productor inescrupuloso y oda al trazo grueso (Martín Seefeld), que opta por lucir en la vidriera a una joven carismática (Laura Fernández) para mejorar el rating y así cumplir una checklist de lugares comunes, como la brecha generacional y la lucha de egos.
La vida de nuestro bonachón protagonista cambia drásticamente cuando le falla un reporte del tiempo y no le advierte a su público sobre una tormenta de granizo. Autos destrozados, mascotas que la pasan mal, taxistas que exclaman “¡Qué país!”... Nada nuevo bajo el sol. Cancelado, Flores abandona la suntuosa Buenos Aires y se refugia en su Córdoba natal, donde -sí, adivinaron- aprovecha para redimirse, amén de un tour turístico encubierto.
La huella pacata de Carnevale se aprecia desde su fotografía televisiva, carente de vuelo visual como de costumbre y fiel inquilina del dron. Sus intérpretes recitan unas inverosímiles líneas -aparte quedará el debate por la tonada cordobesa, en estos tiempos de apropiación cultural-, surgidas de la pluma del oscarizado Nicolás Giacobone (“Birdman”, 2014) y Fernando Balmayor. Cuando el conjunto quiere ser gracioso, apenas Francella puede sortear la tarea con su probadísimo arsenal de gestos. Y si hay que emocionar, la moralina irrumpe justo a tiempo para despejar cualquier expectativa de riesgo narrativo.
En el medio, la propuesta incorpora cameos de famosos, que van de exprimir el fervor resucitado por Los Palmeras a incorporar al periodista Marcelo Polino, como si la cámara de Carnevale se situara directamente en el buffet de un canal de aire. Por su parte, al personaje de Francella lo vemos remando una relación padre-hija, dependiente de la poética televisiva heredada de Pol-ka.
Para justificar su holgado presupuesto, a Carnevale también se le antoja dar un volantazo y emular el cine catástrofe de Roland Emmerich con un Obelisco hecho añicos, como si matar a una mujer con un rayo en el minuto 1 no fuera suficiente. Lástima que olvidó lo fundamental: en las casi dos horas de metraje, nunca se encargó de construir la regla básica de la insignificancia del ser humano frente a la incontrolable naturaleza.
Así, el pastiche de “Granizo” ni siquiera puede ser salvado por el consumo irónico. Funciona por inercia gracias al imán de sus estrellas, el privilegio de aparecer en la portada de la N roja y esa necesidad que tenemos de estar al tanto de lo que hablan los demás. Lejos de cualquier sustento creativo, la película no es más que la declaración explícita del negocio de los servicios de streaming urgidos de añadir carátulas a sus catálogos cada semana, decoradas con caras convocantes y relatos cómodos para que nadie se quede afuera.
Que la industria del cine mainstream apueste por la ruta Carnevale/Netflix no hace más que seguir eclipsando, ya sea por prejuicios o concentración del mercado, el alcance de notables películas made in Argentina de los últimos años como “Las mil y una”, “Jesús López”, “Historia de lo oculto”, “El prófugo” y “La muerte no existe y el amor tampoco”, entre tantas, que pasaron casi desapercibidas en las salas y en el streaming. Curiosamente, solo un par de ellas está disponible en la N, pero sin la visibilidad que goza “Granizo”.
Con la infinidad de contenido para ver y lo fácil que hoy es acceder, es ridículo que “Granizo” acapare nuestra atención. Sin ir más lejos, Netflix lanzó en la misma semana “Apollo 10 1⁄2: una infancia espacial” (Apollo 10 1⁄2: A Space Age Childhood, 2022), pero parece que a su algoritmo le avergüenza mostrar la última película de un solvente y consagrado cineasta como Richard Linklater.
No se trata de que exista un cine y no el otro, como si fueran enemigos excluyentes, porque es esa convivencia la que enriquece debates como el de “Granizo”. La N puede lograr que miremos y hablemos de lo que ella quiere. Revertir la ecuación depende de nosotros.