Juan Basterra (La Plata, 1959) nos presenta en su última novela “La cruz y la espada. El fraile que se convirtió en guerrero” (2021) los acontecimientos centrales de la vida de José Félix Aldao, el caudillo mendocino que aunó en su persona el sayo de religioso dominico, el sable de guerrero federal, el estigma de apóstata renegado y ciertos aires de donjuanismo. Los 43 capítulos de la novela sostienen un procedimiento estilístico semejante a breves pero intensas pinceladas al óleo que van dibujando, entre claroscuros y puntos de fuga, las distintas partículas compositivas de la vida del caudillo.
Como primer punto de fuga interpretativo, se puede mencionar la brevedad de cada capítulo (huella estilística de Basterra), cuya extensión abarca desde un único párrafo hasta tres o cuatro de promedio exceptuando los diálogos.
Como segundo punto de fuga interpretativo, Basterra recurre a la analepsis -o flashback- como mecanismo narrativo para captar la atención del lector(a) desde las primeras páginas con una fuerte impronta sobre la diégesis -situaciones narradas en el entramado textual de la obra- o bien para romper el esquema clásico de la narrativa lineal con una focalización in crescendo para proponer un esquema circular donde los primeros capítulos se conjugan con los últimos para otorgar una idea elíptica de la estructura narrativa, procedimiento que nos recuerda, por ejemplo, a “Crónica de una muerte anunciada” (1981), de Gabriel García Márquez.
Como tercer punto de fuga interpretativo (otra huella en la narrativa del autor), la presencia de las mujeres -Concepción Cernadas, Manuela Zárate, Dolores Gómez, Ramona Luna y Remigia Iribarne- en la vida del protagonista adquiere una relevancia ambigua: por un lado, aparecen siempre desdibujadas por la fuerte presencia del personaje masculino, aunque en su misma opacidad es donde adquieren la fuerza y la relevancia en la vida íntima del protagonista, una lógica común de aquella época de férreo mandato patriarcal, aspecto que no hace más que confirmar la maestría narrativa para configurar aquellos ambientes de la vida privada en la primera mitad del siglo XIX; por otro lado, las mujeres permiten visualizar la faceta privada y sentimental del protagonista y reconstruir una parte importante en su subjetividad, “Los conflictos con la fe en la vida de Aldao había sido perfectamente paralelos a sus relaciones con las mujeres” (p. 101), “A todas aquellas tormentas del destino y la fortuna habían sobrevivido los amores desordenados y sucesivos del antiguo fraile” (p. 123).
Como cuarto punto de fuga interpretativo, y que puede abordarse como el dilema existencial de Aldao, se presenta su condición de fraile apóstata: “Un apóstata y un perjuro, pero también un patriota” (p. 12); “Los desacuerdos de Aldao con las observancias de la fe católica habían comenzado antes, mucho antes, de la estela sangrante en las alturas de los Andes” (p. 23); “Las objeciones de conciencia eran permanentes, y Aldao, en el que convivían los furores más sanguíneos y las reflexiones más profundas, se sentía tan martirizado por fuerzas tan opuestas” (p. 41); “Los desacuerdos de Aldao con la fe católica continuaron durante toda su vida” (p. 95), de aquí que “era un hombre molesto para la sociedad mendocina” (p. 15). En la misma interioridad de Aldao, entre su confesionalidad y su apostasía, puede proyectarse una dicotomía irreconciliable tal como sucedía entre federales y unitarios.
Como quinto y último punto de fuga interpretativo, sobresalen los acontecimientos del asesinato de Francisco Laprida y la decapitación de Mariana Acha, episodios donde la bravura del Aldao guerrero llega al paroxismo del relato. El caso Laprida nos posibilita una lectura intertextual con el “Poema conjetural”, de Jorge L. Borges (El otro, el mismo [1964]); aquí Aldao podría apropiarse de este verso de Borges: “Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano”.